Aprender a hacer fuego y dominarlo, domesticarlo, es uno de los grandes descubrimientos de los seres de nuestra especie. Uno de los grandes avances de la humanidad. Antes de que nuestros ancestros supieran cómo originarlo, desarrollaron métodos para trasladar las brasas accidentalmente ofrecidas por los fuegos naturales, tras la erupción de volcanes, o después de la caída de rayos incendiarios. Se estima que nuestros más lejanos predecesores biológicos, genéticos y evolutivos empezaron a utilizar eficazmente el fuego hace más de 500.000 años. No obstante, hay que diferenciar entre quienes ocasionalmente aprovechaban el fuego hallado por azar, y entre quienes lo creaban a voluntad con una finalidad determinada.
Algunas civilizaciones cultivaron el arte de transponer el fuego, así como el de conservarlo. Tan importante paso no solo sirvió para calentar el condumio; también permitió aumentar la dieta alimenticia, así como combatir las bajas temperaturas. Ahora bien, ¿se utilizarían igualmente las llamas para iluminar el interior de las cuevas prehistóricas, e incluso las idas y venidas por las sendas cuando la noche caía? Seguro que sí, porque la lumbre se prestaba hasta como arma ahuyentadora de fieras. La energía calorífica de la hoguera se transformaba en energía lumínica, tal como en 1789 teorizó el químico parisino Lavoisier, al manifestar que “la energía ni se crea ni se destruye, solamente se transforma”. Parece que el gabacho no iba muy desencaminado: Einstein, ya en el siglo XX, adaptó la cita a los nuevos descubrimientos y a las nuevas teorías científicas.
Tener algo de visión en la tenebrosa, negra y espesa noche de los inmensos bosques tuvo que suponer un puntazo para nuestros remotos parientes. Hoy también. En nuestra era, por no decir en los últimos siglos, todo ha ido siendo cada vez más fácil para los ‘Homo Sapiens’. La luz ya está presente en todos los momentos de nuestras vidas. Con un sencillo y simple chasquido podemos alumbrar amplios espacios. Aun así, todavía se producen situaciones en las que ver puede convertirse en una tarea complicada, cuando no imposible. Circunstancias accidentales de las que el personal de seguridad y emergencias sabe lo suyo. Desagradables coyunturas pueden hacer que en un tris la oscuridad se apodere de una escena que segundos antes se hallaba plenamente iluminada.
En el traje de los bomberos siempre hay una linterna con batería suficiente para operar con ella durante cierta cantidad de minutos. Siempre hay una, o más de una. Da igual que sea el mes de julio, o el de enero, un bombero, paradójicamente un combatiente del antaño anhelado poder de Vulcano, siempre desciende de su vehículo con luz de mano, a la mano. Cuando era policía, siempre llevaba conmigo una potente y pequeña linterna en la cintura. Insisto, siempre. Por ello fui objeto de no pocas mofas. Más de uno, más de dos y hasta más de veinte compañeros míos se rieron muchas veces de mí, entre otras cosas, porque aunque fuesen las dos de la tarde y estuviese patrullando a pie por el centro de la ciudad, mi linterna siempre estaba a la mano. Decían, con sorna, que ellos pasaban un kilo de llevar una cosa así encima. Sostenían que tan solo la usarían cuando la superioridad dotara de ella y, por supuesto, exclusivamente durante el turno de noche. En cualquier caso, se referían a esas grandes linternas que se portan dentro de los coches patrulla, normalmente ancladas en sus cargadores.
Edad de Piedra. Hace 1,5 millones de años. Una partida de caza compuesta por seis machos homínidos sale a matar algo para comer. Un par de gacelas, por ejemplo y por decir algo. Tanto ellos como sus cachorros y hembras tienen gazuza y rasca, por lo que de las presas lo aprovecharán todo. Lo que no sirva como alimento, servirá para abrigar, como la piel; o para construir armas y herramientas, caso de los huesos y de las cuernas. Era más fácil localizar a los bichos que cazarlos. Pero al igual que en la actualidad, la necesidad agudizaba los sentidos y afila la inteligencia. Supervivencia en estado puro y en su máxima expresión.
Nuestros primos, para lograr su fin, recorrían largas distancias durante las horas diurnas. Distancias que nunca salían gratis en cuanto a desgaste vital; sobre todo porque había que retornar hacia la guarida, con la carne muerta sobre los hombros. Evitaban patear durante la incierta y lúgubre noche, pero en ocasiones tenían que hacerlo. Por cierto, supongamos que lo descrito en esta escueta narración ficticia se produjo de madrugada. ¡Ah!, ellos también eran el objetivo de no pocos animales antropófagos. Cazadores cazables, vamos. La cadena trófica, ¿a que les suena? Eso sin extendernos en los bípedos de otras tribus o clanes rivales que podrían asaltarlos, bien por rencor, miedo, o venganza, o bien para sencillamente apoderarse de los nutrientes porteados. Comida rápida y lista para llevar, una tentación, ¿no creen? Sería como atracar, con hambre, a un repartidor de pizas en una urbe cavernícola.
Imaginen que de regreso al poblado se hubiesen topado con, por ejemplo, un plantígrado adulto hambriento, o con algún felino ‘dientes de sable’. No resulta nada descabellado imaginarlo. De no llevar consigo nuestros ascendientes alguna antorcha preparada para hacerla lucir rápidamente, o ya luciendo dado que el sol estaba durmiendo en algún sitio aún no descubierto en aquella época, ¿hubiera sido una opción válida y oportuna mandar al más joven del equipo, o al más novato, a ir corriendo en busca de un chisquero? No, ¿verdad? Yo lo veo así: el peligro inminente requiere de respuestas inmediatas y coetáneas a la detección del riesgo, cuando no incluso previas, o preventivas. Pues apliquémonos el cuento.
Tener el frigorífico repleto de alimentos es maravillosamente cómodo. Un afortunado lujo que nos ha desmoronado la concienciación para sobrevivir como antes. Esto no es ni más ni menos que evolucionar, a través de la adaptación. Rescindimos de mecanismos naturales de respuesta, en la misma medida en que disminuyen los potenciales peligros atentatorios contra nuestra existencia. El mundo actual es rosa comparado con otros periodos pretéritos. Pero el ‘pink color’ se puede teñir de ‘black color’ en décimas de segundo, sin previo aviso. Un coche de policía repleto de linternas no sirve de nada, si cuando con urgencia necesito una y el automóvil está aparcado a varios metros de mis pies, por escasa que sea la separación. Ir y venir puede ser muy tarde, si es que nuestro antagonista nos deja ir…
Por ello pasaba lo que pasaba, si acaso no sigue pasando, que seguramente sí. Recuerdo aquella noche en la que una llamada telefónica nos alertó de que dentro de una vivienda habitada parecía que estaban robando. Se trataba de una casa enorme, con accesos trepables por todos lados (muros). Dos unidades de Seguridad Ciudadana, con dos parejas cada una, respondieron que iban para el lugar. En una de ellas se encontraba la persona que mandaba el turno, algo así como un cabo. Pasados unos minutos solicité información respecto a lo que estaba sucediendo, por si les venía bien algo de apoyo. Yo pertenecía a otro grupo y contaba con numerosas patrullas a mi cargo, varias de ellas disponibles en esos instantes. “No, ‘Eco-100’, no es preciso que mande a su gente. Esto ya está controlado. Los moradores del chalet están aquí fuera con nosotros cuatro y ya no corren peligro. Pero como no tenemos linternas y esto es muy grande, porque la finca cuenta con enormes jardines y con un garaje en la zona posterior, que es la más oscura debido a una arboleda, le he pedido a uno de los míos que vaya rápidamente hasta ‘H-1’ para recoger una linterna”.
¡Toma ya! Manda huevos. Menudo nivelito. Un derroche de incompetencia solo al alcance de la capacidad resolutiva de Clancy Wiggum, el jefe de policía de ‘Los Simpsons’. Cero interés por la eficacia. Un apabullante a tomar por culo toda la lógica. La sensatez envuelta en papel higiénico. Un circo de tres pistas, que solo desarrollaba protocolos para organizar la reposición de los cubitos de hielo.
Señalar que mi cuerpo no siempre disponía de linternas en estado óptimo de funcionamiento, bien porque como todo material se averiaba y tardaban tiempo en repararlo, o en sustituirlo; o bien porque ciertos elementos las saboteaban para posteriormente disponer de munición sindical contra el gobernante de turno. Ya saben, nada nuevo: la guerra sucia de quienes mueven los hilos desde detrás de las cortinas. No puedo ni quiero olvidar lo de aquellas cuatro modernísimas linternas recepcionadas dos semanas antes de que aparecieran destrozadas, posiblemente a machotazos, pero con total seguridad con mucha mala leche. Me consta que esta vergonzosa y delictiva desidia no era, o es, monopolio de la fuerza policial a la que pertenecí. De todo hay, en todas partes.
Con el tiempo, aunque siguieron y siguen rajando de mí, fui inoculando, pienso que positivamente, la sesera de muchos de mis iguales, con ideas sobre cómo cumplir determinadas misiones policiales del día a día. Nada de fantasmadas, solo una pizca de decencia. Afán resolutivo, solo eso. Dignidad, orgullo e imagen, también, por qué no. Nunca dejé de hablarles de la luz de mano, siempre a la mano. Hoy, por suerte, hasta los más inútiles gandules llevan una potente antorcha enganchada al uniforme. Ahora, ¡qué bien, hoy comemos con Isabel!, tienen que recurrir a otras excusas para no entrar en las naves industriales que aparecen con las puertas reventadas, o con las paredes ‘butronadas’. Algunos de éstos compiten entre ellos para ver quién tiene la linterna más pequeña, más potente y más barata. Pero bueno, ahí están, las llevan, que no es poco a estas alturas del partido. Esto supone que en un arranque de pudor, aderezado con un poquito de suerte, podrían llegar a emplearlas acertadamente uno de estos días.
Aunque en mis clases de tiro solía enseñar técnicas sobre el manejo de la pistola a la par que se utilizaba la linterna, o sea el uso combinado de ambos elementos, la verdad es que muy pocas veces tuve que recurrir a ello en mi quehacer callejero. Eso sí, el alumbrado manual lo consumía diariamente durante la identificación de sospechosos en lugares poco iluminados y en la requisa interior de los vehículos objeto de inspección en busca de drogas, tabaco de contrabando, armas u otros efectos ilegales. Si no hubiese sido por mi candil de cinto, cómo hubiese encontrado tantas papelinas ocultas en tantos recovecos; y cómo hubiese podido filiar a tantos infractores en los soportales de aquellos tugurios disfrazados de edificios, poblados exclusivamente por ‘Homo asilvestratus’; o cómo hubiese pillado dentro de aquella tienda a los chorizos que se ocultaron en la zona más siniestramente distal del local. De paso, y ya que estamos, sirvan estas líneas como agradecimiento, homenaje y reconocimiento a quienes nunca me dejaron tirado, a quienes cabalgaron junto a mí y a quienes me permitieron cabalgar a su lado.
Amigo, seas policía o vigilante de seguridad, te guste o no te guste el tiro y las armas, seas o no seas hábil disparando, pases de todo o seas un currante nato y vicioso, pon una linterna en tu vida. Ilumina tu trabajo. Alúmbrate y deslumbra. No esperes a que sea demasiado tarde. No importa qué marca adquieras, lo realmente fundamental es que funcione, que tenga potencia y que sea de fácil y rápida recarga. Cuando la tengas, entrena con ella, cógele el rollo. Si puedes, además, haz un curso de tiro en el que alguien cualificado, titulado o no, te enseñe a sacarle partido. Lo agradecerás.
Llevar luz en el coche no suele ser la solución más rápida y efectiva. Seguramente jamás vas a necesitar abrir fuego durante una mañana soleada en un parque. Probablemente ni siquiera tengas que desenfundar tu arma en el interior de un edificio a medio iluminar. Y posiblemente tampoco tengas que hacerlo durante la noche dentro de un parking, aunque el 50% de las circunstancias que propician los tiros se produzcan en horario nocturno. Pero sabes qué, amigo, que con total seguridad te va a venir muy bien disponer de una linterna en un incendio, en un accidente de tráfico, o en una identificación de esas en las que fugazmente ves volar algo desde las manos del fulano de marras, sin poder hallar nunca lo arrojado. Y estas historias, sí que sí, se repiten día tras día, semana tras semana, año tras año. Es más, está pasando ahora mismo, y lo sabes.
De verdad, con el máximo respeto y con total admiración, te digo que no hace falta pertenecer a un grupo especial de esos que entran por las ventanas con las caras tapadas. Todos tenemos derecho a usar lo que nos hace falta en la búsqueda de la garantía. Pero si no crees en ti mismo, y encima te ríes de los que sí creen en sí mismos, no pidas mi consideración. Tampoco patalees camuflado tras una pancarta, para aparentar que no haces más porque no te dejan. Yo no te creo. Te voy a decir una cosa, con poco se puede hacer mucho, pero tú mismo eres el primer problema del sistema.
2s Comentarios
Oscar
Primeramente Felicidades por el artículo, y como trabajador del gremio puedo decir que, a las dos de la tarde entrar en un chalet el cual tiene una puerta reventada y todas persianas bajadas e ir revisando todas las habitaciones sin una LINTERNA, es imposible e imprudente, por todo ello hoy por hoy es casi OBLIGATORIO llevar una buena linterna en nuestro Cinto, por seguridad.
Un saludo.
Ernesto Pérez
Gracias por tu comentario, Óscar.