El tema del día está tan vivo como nuestro miedo a defendernos de quién quiera pasaportarnos con San Pedro. Pienso, en virtud de lo que otros policías me preguntan sobre si podemos defendernos a tiros en tal o en cual circunstancia, que existe más miedo a la posibilidad de que nos condenen por defendernos, que a la posibilidad de que nos maten, por no defendernos. En cierto modo lo comprendo, porque nos han adoctrinado tan hábilmente durante tanto tiempo para acojonarnos y que no desenfundemos, que tanto canguelo no es más que una lógica y natural consecuencia de todo ello.
Quienes nos inoculan con estas falsas, pésimas y fatales lecciones son, en principio, individuos en los que confiamos por ser presuntos especialistas, con años de experiencia como docentes en eso que llamamos “tiro policial”; o son, también y por ejemplo, jefes a los que igualmente les presumimos abundante sabiduría profesional de alto nivel. De ahí que nos la cuelen por detrás, sin vaselina y sin que nos enteremos de nada. Pero no nos engañemos, por favor: ni todos los instructores de tiro de la Policía son expertos, sean mandos o no lo sean, que muchos hay que ejercen el mando, ni tampoco todos tienen experiencia real en enfrentamientos.
Y oigan, qué quieren que les diga, esto último es casi normal, porque por suerte no se producen tiroteos cada dos por tres, aunque se produzcan más de los que nos dicen. ¡Por favor!, si es que algunos no han puesto ni una triste multa (denuncia) de tráfico en su vida, ni han decomisado un simple porro desde que juraron el cargo. Porque a ver cómo lo digo: hay gente que de la calle no tiene ni puta idea ni tampoco quiere saber nada de nada, porque ahí fuera hace mucho frío y puede pasar de todo.
Y les diré otra cosa, pasear y hacer encargos domésticos en un coche patrulla, ya sean mandados de la parienta o de los hijos, no es ni patrullar, ni trabajar, ni producir, así que cómo demonios estas personas van a enseñar supervivencia policial. En cualquier caso, tener experiencia deteniendo, haciendo controles, cacheando, incautando armas, drogas, etc., no es que otorgue capacidad para sobrevivir a tiro limpio, pero, por lo menos, ayuda a conocer una porción de la realidad de la calle. Asimismo, ahí fuera tampoco supone garantía total de nada el hecho de estar reconocido administrativamente como tirador selecto, 1, 2 o 3 veces al año, si es que seguimos buscando una perfecta agrupación de impactos en una diana de papel, en tiempos de ilusión, lo que en absoluto tiene parangón con el crono de las respuestas fisiológicas a vida o muerte.
Bueno, a lo que iba. Los titulares de prensa suelen hacer mucho daño. Y es que casi siempre son imprecisos, cuando no totalmente falsos. A nadie le gusta verse investigado (lo que antes hubiese supuesto una imputación), menos aún por quitar una vida humana o por solamente causar lesiones, ya sean producidas a balazos o a gomazos. Pero lo cierto es que si matamos a alguien, es normal, o así lo entiende el ordenamiento jurídico —y hasta parece sensato— que la autoridad judicial tenga que saber qué pasó, cómo pasó y por qué pasó. Y luego, una vez visto y estudiado todo lo actuado, así como tenidas en cuenta las concretas circunstancias del incidente, ya se verá si hay o no hay razones para seguir con la causa judicial.
Visto desde los periódicos, donde no se cuentan los meollos y la sustancia de lo acaecido, sino cosas vagas, muchas veces fuera de contexto, todo nos parece fácil y sencillo. Diremos, si somos policías, que el agente que disparó tenía razón y que obró bien; subrayando, con vehemencia, ¡que sí y punto!, aunque no tengamos repajolera idea ni de Derecho ni de qué es una situación límite. Y aun así, fíjense cómo son las cosas, a veces hasta acertamos con la respuesta, aunque no siempre. Es como lo de los relojes averiados, que 2 veces al día clavan puntualmente la hora. Pero eso sí, si en vez de integrantes del colectivo policial somos ciudadanos laboralmente dedicados a otros menesteres, diremos, aunque también hay muchísimos policías subidos al carro de este despropósito, que nunca jamás se puede disparar a quien trata de pinchar a otro semejante. Esto quiere decir, según dejan entrever con sus comentarios algunos obtusos funcionarios de policía, que cuando te dan la placa y la pistola firmas, además de la recepción de tan ansiados fetiches, tu compromiso de dejarte apuñalar, llegado el caso. Vaya panda de cretinos sueltos hay por ahí Dios mío.
Pero la mayor verdad de todo es que somos muy maestros liendres, ya saben, de esos que de todo saben, pero que de nada entienden. Si conociendo bien este paño no siempre resulta fácil ser objetivo e imparcial, imagen qué pueden llegar a decir quienes siendo policías, jefes e incluso instructores de tiro, ignoran qué es la jindama y cómo se gestiona, y del mismo desconocen todos los pasos neuropsicofisiológicos que se producen en un ser humano cuando un semejante se ve en la terrible tesitura de decidir si desenfunda la pistola; si le quita el seguro manual; si alimenta la recámara y si luego, por último, abre fuego; si es que, claro está, todavía sigue vivo y con sus capacidades psíquicas medio ordenadas. Verán que no hablo de apuntar, porque, aunque les digan lo contrario, cuando las personas mentalmente sanas son atacadas de forma violenta y súbita a corta distancia, o sea, brutal e inesperadamente, que por cierto es cómo siempre se apuñala y como casi siempre acaban disparándole a los policías, apuntar es un lujo que nuestro propio cerebro discrimina, con suma inteligencia, en aras de ganar tiempo de reacción, que es lo que prima en tan vitales instantes.
Esto, sin pormenorizar en los detalles de cómo se comporta el aparato ocular de los Homo sapiens atrapados por ese estado mental adverso que los psiquiatras y psicólogos definen como estrés de supervivencia. Comportamiento, éste, que impide, insisto que siempre que no estemos hablando de psicópatas, que alcanzados tales puntos de deterioro emocional, el cristalino pueda enfocar, con calidad suficiente, objetos tan pequeños como son los elementos de puntería de un arma. En fin, un sinfín de cosas que han de tenerse siempre muy presentes a la hora de valorar tan dramáticos eventos.
Por tanto, y a modo de conclusión, ¡sí!, claro que podemos disparar con la ley en la mano, contra quien ponga en grave e inminente peligro nuestra integridad física, no digo ya nuestra vida, así como la de terceros en discordia. Que esa es otra, porque si alguien pone en grave peligro la integridad física de un tercero, también está poniendo en riesgo su existencia, su propia vida. Y que nos encañonen es, sí o sí, una razón totalmente justificada para disparar, pese a que todavía no nos hayan disparado a nosotros. Y que nos estén pateando en el suelo, y digo pateando, no dándonos suaves e incómodos puntapiés, también podría ser una causa justificada para abrir fuego desde el piso, mientras justo nos estén lesionando, aunque las patadas se hayan podido convertir, de buenas a primeras, en intentos de estrangulamiento. ¿O es que no supone un riesgo para nuestra integridad física que nos fracturen huesos a patadas, o que nos aprieten el pescuezo? Yo creo que sí. No pocos han fallecido por una paliza, o por un mero empujón que derivó en un mal traumatismo craneal.
Eso sí, cada cual sabrá qué valora más, si el riesgo a la investigación judicial y al posible juicio penal; o el riesgo a dejar a la prole y al resto de la parentela sumida en el llanto y en la pena. Y es aquí, al hablar de esto, cuando todos pronunciamos, cual cacareadores gallináceos, la célebre cita: “Prefiero que me lleven tabaco a la cárcel, que flores al cementerio”. Pero qué bien queda decirlo, dar un golpe en el mostrador y pedirle otro whisky doble a la camera del gran escote. Queda de lo más machito, al más puro estilo de John Wayne. ¿Pero nos hemos parado a pensar que la mayoría —y que se salve el que pueda— no somos capaces de acertar a una silueta de papel en 3, 4 o 5 segundos, desde 5 metros de distancia, incluyendo en ese lapso la acción de desenfundar? Seguro que no, para qué, ¿verdad? Vaya manera de autoengañarnos.
Sepan que aunque nos inunden la cabeza con ello, es totalmente falso: no es tan seguro que nos vayan a condenar judicialmente por disparar contra quien nos quiera hacer pupa grave, ya sea a tiros o machetazos (o en análogas circunstancias). Y no es tan seguro porque casi siempre que le metemos un tiro a alguien, está justificado. Ojo, he dicho casi siempre, porque siempre, siempre, siempre, no está del todo justificado. A ver si no vamos a poder cagarla joder, que somos humanos. Porque sí, hay casos en los que, una vez conocidos los entresijos de la intervención, no hay por donde pillar su defensa; si bien, en ocasiones, sí podría demostrarse que la imprudencia se come al dolo, casi siempre por razones de naturaleza biológica y fisiológica, lo que bien argumentado y defendido por un perito pude suponer un atenuante de la pena, quién sabe si hasta una eximente, sea el acusado policía o vendedor de cupones de la ONCE.
Y por todo esto sucede que, pese a que los medios de comunicación dan mucho pábulo a las imputaciones y acusaciones, normalmente los agentes resultan absueltos. O incluso mejor: en infinidad de ocasiones no se va ni a juicio, porque se sobreseen y archivan las causas, durante los primeros momentos de las investigaciones; o sea, durante las diligencias previas tendentes a determinar, en sede judicial, si en los hechos investigados existen indicios de responsabilidad criminal.
A propósito, los jueces van a exigir racionalidad en el empleo de los medios defensivos, siendo la palabra “racional” sumamente utilizada en las resoluciones judiciales de este palo, y no tan recurrente el ya más que manido y malentendido vocablo “proporcional”. ¿Pero qué es la racionalidad? Pues la racionalidad es la capacidad que permite pensar, evaluar, entender y actuar de acuerdo a ciertos principios de optimidad y consistencia, para satisfacer algún objetivo o finalidad. Cualquier construcción mental llevada a cabo mediante procedimientos racionales, tiene, por tanto, una estructura lógico-mecánica. En lo que nos toca a este respecto, hay que empatizar con el actuante poniéndose en su misma situación, para saber o imaginar hasta qué punto se puede pensar, evaluar, entender y actuar en tan adversas circunstancias de peligro vital.
Atención a esta explicación sobre la legítima defensa. Hay que meditar sobre ella, es muy buena. Es meridianamente clara. Hasta el portador de un cerebro raquítico tendrá que admitir la calidad, lucidez y elocuencia de la definición ofrecida por el catedrático alemán de Derecho Penal Claus Roxin: “El defensor debe elegir de entre varias clases de defensas posibles aquella que cause el mínimo daño al agresor, pero no por ello tiene que aceptar la posibilidad de daños a su propiedad o lesiones en su propio cuerpo, sino que está legitimado para emplear, como medios defensivos, los medios objetivamente eficaces que permitan esperar con seguridad la eliminación del peligro”. La cita, ciertamente propiedad intelectual del jurista teutón, viene siendo pronunciada, reiteradamente, por el Tribunal Supremo de Alemania en innumerables sentencias. Roxin, de 87 años de edad, es catedrático emérito de Derecho Penal y Derecho Procesal Penal de la Universidad de Múnich, y ostenta casi una veintena de doctorados Honoris Causa. En noviembre de 2014 fue reconocido por el Ministerio de Justicia de España con la orden de la Cruz de San Raimundo Peñaflor, por su influencia en la reforma penal española. Claus Roxin es, sin duda alguna, uno de los penalistas contemporáneos más destacados del mundo.
Pues eso.
2s Comentarios
Jose Juan
Grande. Muchas gracias por tu artículo. Como siempre, locuaz, claro y sin medias tintas.
Tienes razón, lamentablemente hay mucho miedo grabado en el subconsciente colectivo, pero leerte al menos, da cierta tranquilidad.
Daisy jubane
Como siempre super genial como he dicho otras veces se puede decir mas alto pero no más claro son palabras de quien puede presumir de experiencia real y personal. Aprendamos por favor al menos a interpretar con la lógica de la vida lo aquí expresado. Bravo por el profe.