Ayer hablaba con un amigo policía local que se encuentra de baja. Es un policía de raza, de esos que adoran su trabajo y que siempre están dispuestos a echar una mano. Le conozco desde hace tiempo y he podido seguir su trayectoria. Como otros muchos policías implicados, ello le ha valido no pocos encontronazos con los responsables políticos. Tampoco es una novedad para nadie que este tipo de situaciones suelen acabar como lo hacen; con el policía reprendido, desmotivado y comiéndose la cabeza.
Los cuerpos de Policía Local suelen encontrarse bajo el mando de responsables políticos que saben más bien poco, o nada, de lo que hace un policía, algo que suele tener consecuencias bastante negativas en la gestión del trabajo policial. Este desconocimiento puede ser tan básico que termina fomentando situaciones rocambolescas. Todos sabemos que poner una multa, por ejemplo, puede ser algo muy sencillo, o terminar como el rosario de la aurora, con el ciudadano esposado y en comisaría. El alcalde o concejal de turno, desconocedor de lo complicadas que llegan a ser en ocasiones las interacciones con los ciudadanos, puede pensar que está en un restaurante y que el cliente (ciudadano) siempre tiene razón. Conclusión: como apuntaba antes, puede que el reprendido sea el agente y no el ciudadano, que ve feliz cómo su multa descansa en la carpeta del olvido. Casi todos los ejemplos que podría citar aquí tienen un final similar: un policía cuestionado, ninguneado y, en el peor de los casos, expedientado por cumplir con su obligación.
La ignorancia política sobre el trabajo policial puede tener consecuencias muy peligrosas. Un caso paradigmático lo encontramos en todo lo que se refiere al porte y empleo del arma reglamentaria. Muchos responsables políticos parecen venir de serie con una carga genética que les hace horrorizarse, no solo ante el hecho de que los agentes porten armas de fuego, sino ante la posibilidad remota de que puedan hacer uso de las mismas durante su trabajo. ¿Razones para esta actitud? Que aquí no pasa nunca nada, que esas cosas sólo pasan en las grandes ciudades, que no es un buen ejemplo para los niños y la ciudadanía, que puede haber accidentes…
Por desgracia, todos los datos de que disponemos en la actualidad, nos dicen que el peligro de amenaza a la integridad física del policía puede presentarse en cualquier lugar. También nos dice que es poco probable que el policía emplee su arma a lo largo de su carrera profesional, pero que si la necesita y no la tiene, o vive bajo el temor de ser sancionado por un uso inadecuado de la misma, esto le puede costar la vida. Pero no. Es mejor permanecer en la ignorancia, fomentando conductas de “buenismo” social y dando la espalda a lo que ocurre realmente en nuestras calles.
Estos mismos responsables políticos, ignorantes de que un policía local, en este caso, debe ser un policía preparado, motivado y efectivo, se preocupan más del ciudadano que monta un pollo por una multa, que no de la ilegalidad cometida o de la adecuada intervención del agente. Estas actitudes políticas tienen un gran peso en la desmotivación del agente. Pero esto parece no importarle a nadie.
Cuando escucho las declaraciones de algunos políticos en relación al trabajo policial, no puedo por menos que enrojecer de vergüenza ajena. Sale muy barato cargar contra el colectivo policial. Les pedimos que mantengan la seguridad, pero a base de carantoñas y con el mínimo empleo de la fuerza, más preocupados por la imagen pública que de la seguridad en las calles. Las ciencias policiales, la psicología aplicada al trabajo policial, los estudios sobre fisiología aplicados a la intervención policial, etc., nos están ofreciendo mucha y muy importante información. Demasiado importante como para ser ignorada y olvidada en un cajón. Un concejal de Gobernación, de Policía, de Seguridad Ciudadana, o como se llame en ese Ayuntamiento en concreto, ¿no debería tener la obligación de adquirir unos mínimos conocimientos al respecto? Al menos, los mínimos para no decir payasadas y jugar con cosas de mayores.
Llevo casi 30 años atendiendo psicológicamente a policías de distintos cuerpos, además de estudiar y profundizar sobre los factores emocionales y psicológicos implicados en el “ser policía”. Después de este tiempo, me ofende que todavía se estén cuestionando determinadas cosas, como que se vea el arma reglamentaria como algo innecesario, que no se preste a la formación la importancia que tiene, que muchos mandos sean escogidos por la afinidad con quien gobierna y no por sus habilidades de gestión y liderazgo, que la profesionalidad del policía se ponga en entredicho cuando su actuación pueda soliviantar a ciudadanos votantes, o que nadie se preocupe del desgaste emocional y personal que implica el trabajo policial. Y hay más.
Cuando un responsable político está cuestionando la necesidad del porte del arma reglamentaria, sólo cabe llamarle ignorante e ideólogo de tres al cuarto. Nuestros policías mueren en pueblos pequeños y en ciudades grandes a manos de indeseables a los que les da igual ideologías y derechos. Aplauden cuando ven a un agente indefenso, o más preocupado por las consecuencias legales de abrir fuego con su arma que del daño que pueda sufrir su propia vida. El mundo al revés.
La realidad es que, para muchos Ayuntamientos, sus policías son más una molestia que otra cosa. Profesionales a los que no se visualiza muchas veces como “auténticos” policías, sino como funcionarios auxiliares a quienes hay que atar corto para que no solivianten al personal. No hay interés en dignificar la profesión, sino en mantenerla en modo subsistencia. Luego, de vez en cuando, pasa algo y… todos nos echamos las manos a la cabeza.
Autor: Fernando Pérez Pacho
Psicólogo Clínico – Coautor del libro “En la línea de fuego: La realidad de los enfrentamientos armados”
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