6 de marzo de 2017. Lugar, La Línea de la Concepción, Cádiz, más concretamente los estudios de radio de la Cadena COPE Campo de Gibraltar. Con motivo del lanzamiento editorial de la cuarta edición del libro «En la línea de fuego: la realidad de los enfrentamientos armados» (Tecnos), Fernando Pérez Pacho y yo, los coautores de la obra, fuimos entrevistados por Ana Villalta en los micrófonos del magacín de la casa. Hasta aquí, nada anormal, por lo que terminada la entrevista… adiós y muchas gracias. Llegando un servidor al parquin en el que tenía estacionado el coche, sonó mi teléfono, era un wasap: “Ernesto, no hemos hecho la fotografía de rigor. ¿Todavía estás cerca?”. Naturalmente, me di la vuelta.
De nuevo en el estudio, un varón de mi edad, calvorota también, ocupaba el asiento en el que 5 minutos antes había reposado mi escuálido trasero. Me sonó mucho su cara, pero no caí en quién pudiera ser. Él, en ese instante, me miró con esa expresión facial que en silencio grita ¡este tío me suena de algo! Pero ninguno de los 2 dijimos nada. Hola, qué tal, y punto. Pero de repente me extendió la mano, pronunciando su nombre y apellido. ¡Ya está, ya sé quién es!, me dije. Su apellido, aun siendo bastante común, me perforó la memoria y el alma. Su cara, de pronto, me inundó de emociones, asomándose las lágrimas al balcón ocular de mis recuerdos. Era clavado a alguien que efímeramente conocí en un mal momento, en el peor de los momentos.
Viajemos un rato a un tiempo ya pasado. Una hora menos de la medianoche del 12 de abril de 2009. Domingo. “Cero-Cero para Roma-120 ¿me recibe?; Cero-Cero para Roma-120 ¿me recibe?; Cero-Cero para Roma-120 ¿me recibe? ¡A ver, Roma-120, ¿recibe a Cero-Cero?! ¡Roma-120, es urgente! ¡¿Me recibe aunque sea la Roma-140?!”. Así empezó todo. Yo no era ni 120 ni 140. Yo era, junto con otro componente de mi unidad, Delta-20. Aunque la Sala de Transmisiones podía usarnos, tirar de nosotros (argot), siempre trataba de utilizar, primero, a quienes tenían de la central una más directa dependencia. Pero no esperamos la llamada de Cero-Cero, yo no: “Delta-20 le recibe, Cero-Cero, díganos de qué se trata, que vamos a lo que sea”. De inmediato fuimos informados de que en la calle Sevilla, lugar correspondiente al sector de patrullaje de Roma-120, había un hombre tirado en el suelo y una mujer pidiendo socorro a gritos. Se desconocían más detalles. No por casualidad nos encontrábamos en aquella zona, pues era la más pisoteada por los Delta, por lo que en menos de 90 segundos estábamos en el sitio exacto del requerimiento, pese a que al volante se encontraba el que suscribe.
De camino a la calle Sevilla iba pensando que posiblemente nos íbamos a encontrar un accidente de tráfico con fuga. Pero mientras esta primera hipótesis me rondaba la cabeza, me percaté de que allí, en aquella calle, había unas viviendas sociales que daban mucho trabajo policial de todo corte, nunca mejor dicho. Como unas mil veces había patrullado a pie aquellos desaliñados bloques, ya fuese de modo preventivo, incautando armas y drogas; ya fuese de manera represiva, tras haberse producido alteraciones del orden. De hecho, no hacía muchos días había encañonado en un soportal a un delincuente, cuando éste exhibió un machete curvo, de tipo árabe, ante quienes lo perseguíamos de cerca y a la carrera.
Podían ser muchas cosas, muchos supuestos, como un ajuste de cuentas a tiros o a navajazos. ¡Joder!, hasta un mero desmayo. Así las cosas, ya estábamos allí. Bajé del coche y me encargué del varón que yacía tendido bocabajo en el asfalto. Tenía los ojos abiertos y me miraba sin pestañear. Supe que tenía vida porque así me lo indicaba su pulso, pero parecía otra cosa. Mi compañero se dedicó a tranquilizar a la señora presente, quien resultaría ser la esposa del interfecto. A la par que yo pedía desde mi radiotransmisor portátil la presencia urgente de una ambulancia medicalizada, el otro policía filiaba a los posibles testigos de lo sucedido. Un varón, tal vez menor de edad, había apuñalado al hombre con un cuchillo jamonero, según verbalizaron al menos 3 personas. ¿El motivo? Porque sí, porque un hijo de la gran perra puta quiso matar esa noche al primero que por allí pasara. La víctima pudo ser cualquiera. No había más móvil que dañar y matar. Causar dolor es la afición preferida de muchos malnacidos, y aquí hay hasta para exportar.
A todo esto, yo ya había localizado la herida principal, la cual se ubicaba en una axila o cerca de ella. Lo que vi me indicó que la cosa no era fea, sino lo siguiente. Creo que sin perder los papeles, volví a pedir una ambulancia y más presencia policial. Lo que vi solo presagiaba el peor de los pronósticos, pero había que hacer algo: me coloqué los guantes de látex y taponé y presioné la herida. La hemorragia era brutal, pero durante unos 20 minutos aguanté de rodillas junto al cuerpo, cortándola. Maldita sea, ¡esa ambulanciaaa…! No era la primera vez que taponaba heridas sangrantes. No era la primera cuchillada que atendía con mis manos. Pero esta vez era diferente, como mi ensangrentado uniforme delataba.
Quiso la Divina Providencia que una doctora y un enfermero se personaran en bata de faena y corriendo. Venían desde un cercano centro de salud. Corrieron unos 200 metros, alertados por alguien. Pero la ambulancia nada, no llegaba. Seguí presionando la herida, mientras los profesionales venidos como anillo al dedo realizaban otras maniobras. Sugerí meter al herido en nuestro coche-patrulla, pero al ser éste un vehículo con mampara de seguridad, el espacio interior era insuficiente para trasportar con mínimas garantías al herido y a los sanitarios, mientras estos seguían realizando su trabajo. Otra alternativa fue la definitiva: nosotros, los policías, le abriríamos paso al todoterreno de un particular, a la sazón voluntario de Protección Civil franco de servicio, que ofreció su automóvil para efectuar tan vital traslado. Dicho y hecho: “¡Cero-Cero, llame a Urgencias del SAS y diga que vamos con un herido crítico, con un apuñalado; que nos estén esperando con todos los medios dispuestos. Vamos abriendo paso, a toda hostia, con la sirena, con las luces y con el megáfono!”.
Antes de partir hacia el hospital vi botas de policías, solo botas, unas cuantas botas negras, si bien todavía no sé si se trataba de personal Delta, Roma o de otro cuerpo. Solo veía lo que veía, que una vida se iba; que una persona se derramaba sin que yo pudiera hacer más de lo que estaba haciendo con las palmas de mis manos. Otros tantos minutos más tarde, ya en el departamento médico de urgencias, vi que todos los facultativos del mundo se habían dado cita encima de aquel hombre. Todos hacían todo lo que podían hacer para que aquel señor siguiera entre nosotros. Quien piense que el personal de Urgencias no hace todo lo que puede, es que no ha visto lo que yo vi. Pero aunque se entregaron hasta lo ímprobo y más allá, los milagros esa noche se habían acabado. No quedaban más. Según me manifestaron los sanitarios a los que abrimos paso hasta el otro extremo de la ciudad, demasiado vivo había llegado “porque está claro que hay un vaso arterial afectado. El milagro lo hemos agotado manteniéndolo con vida en el asfalto y luego en el coche”.
Regresando al presente: el señor con el que coincidí esta mañana en los estudios de COPE Campo de Gibraltar es el hermano pequeño del asesinado. Significar que aunque mi binomio dijo que él no hubiese podido hacer lo que yo hice, pringarme de sangre tratando de parar aquello, sé que sí hubiera podido hacerlo, solo que las circunstancias quizás propiciaron que tal tarea me la quedase yo.
Descanse en paz Miguel Márquez Liñán.