Nominada en 1980 al Óscar por el Mejor Guion Original, ‘Brubaker’ es un drama basado en la historia real de Tom Murtom, el director de prisiones que conmocionó el mundo político de Arkansas, Estados Unidos, al destapar los escandalosos abusos y crímenes que tuvieron lugar en la prisión estatal. Corrupción a raudales. Antes de presentarse ante todos como el nuevo alcaide, Brubaker, personaje protagónico encarnado por Robert Redford, se hace pasar por un preso recién llegado, gracias a lo cual descubre que la situación en la cárcel es de podredumbre endémica, tanto en lo ético como en lo moral. Sus esfuerzos por reformar y sanear el sistema lo colocan en una situación muy peligrosa, sobre todo cuando insiste en investigar una serie de asesinatos cometidos años antes de tomar posesión del cargo.
Bueno, al grano. En un momento dado, bien entrados ya en la trama de la película, el personaje de Redford persiste con ahínco en su idea de esclarecer cuantos delitos va encontrando en su camino como nuevo director de la prisión, delitos muy graves todos ellos y siempre promovidos, ejecutados y ocultados por su plantilla de funcionarios, amén de por sus propios superiores y jefes políticos. Hablo de todo tipo de delitos, incluidos no pocos homicidios. “Este tío está loco, quiere cambiarlo todo”, le dice un guardia del correccional a otro; respondiendo el segundo: “No está loco, es peligroso… hay que meterle un tiro”. Me quedo con la primera frase, porque la segunda me pone los vellos de punta y me da miedo.
“Este tío está loco, quiere cambiarlo todo”. ¡Señor!, cuántas veces habré oído esto en mi entorno profesional. De mí lo habrán dicho como unos dos millones de veces —cosa de la que con la perspectiva del tiempo me alegro— por criticar lo que clamorosamente no me cuadraba, osando intentar cuadrar el descuadre. Pero hoy me han venido a la mente los nombres de muchos policías, algunos de ellos instructores, que por demandar en sus instituciones más y mejor formación general, especialmente en lo tocante al uso de las armas de fuego, han sido estigmatizados o directamente echados a los leones. Entiéndase por estas fieras: los compañeros perros y vagos; los mandos y jefes ineptos; y los sindicalistas amorrados a la teta de la liberación laboral.
Estos policías de los que me he acordado son, por ejemplo, aquellos que durante años han solicitado, por activa y por pasiva, ser debidamente adiestrados en el manejo de sus pistolas, llevando algunos de ellos lustros sin oler la azufrosa fragancia de la pólvora quemada. Son, también, aquellos que portan armas de las que nadie puede dar fe sobre su correcto funcionamiento mecánico, porque a nadie le consta que alguien las haya disparado alguna vez. Pero igualmente me estoy refiriendo a los tildados de locos por implorar poder practicar tiro a distancia de contacto con la silueta, como pudiera suceder, en un caso real, mientras se realiza un cacheo o se presta protección al policía que cachea. O sea, disparos desde la distancia típica, lógica y natural del apuñalamiento.
Y es que, como decían de Brubaker en aquellas más de dos horas de filme: hay que estar loco, o muy majareta, para enfrentarse al despropósito y a la pringue que recubre los planes establecidos por el sistema para que nada cambie, porque no vaya a ser que el Cuerpo no sepa, y por tanto no pueda, hacer frente a los cambios que exige la ignorada y desconocida realidad sobre la que ciertamente hay que entrenar al personal.
Acabo ya, pero antes voy a contar, de forma muy somera, la conversación que mantuve hace casi diez años con un policía liberado por un sindicato. Este tipo, del que tengo que reconocer que derrochaba simpatía y amabilidad, me contó que en su plantilla había un majarón (así lo definió él, aunque puede que dijera mamarracho) que estaba continuamente solicitando por escrito que se aumentara el consumo de cartuchos en las prácticas de tiro, proponiendo, además, un programa de reciclaje que recomendaba disparar desde muy corta distancia, desde el suelo, en movimiento y descendiendo de los vehículos corporativos. Estaba claro que mi interlocutor desconocía todo sobre mí, excepto que era tirador e instructor, dado que nos conocimos por casualidad durante un acto puramente policial, donde la mitad de los presentes estaban allí solo para salir en la foto y para comer de gañote. Cuando le respondí que la propuesta del para él ‘porculero’ reclamador merecía mi aplauso, por oportuna y acertada que la veía, dijo: “¡Por Dios, menuda fantasmada! Ni que fuéramos militares o del GEO… que solo somos policías locales, joder. Con ir una vez al año a tirar tranquilitos va que chuta, y así evitamos accidentes y movidas raras, que luego todo son problemas”.
Lo cierto es que el mentecato este me ocultó algo que yo conocía de sobra, pues yo sí sabía a quién tenía ante mí (ventajas de tener siempre hechos los deberes, aunque no pocas veces me la han colado bien): ni él ni sus compañeros habían visto una galería de tiro en más de diez años. Como del mismo modo me constaba que hacía la intemerata de ocho años que no se renovaban los cartuchos con los que estaban currando. No obstante, lo más asqueroso de todo esto fue encontrármelo en un medio de comunicación local criticando a su alcalde, varios años más tarde, porque no formaba correctamente en esto del tiro a los miembros del cuerpo al que ahora pertenecía, porque con el devenir del tiempo había permutado la plaza y, por lo visto, también la representación sindical. No sé si para ser tan miserable hay que hacer un curso, o si es que hay que nacer así de mamón y cabroncete. De tratarse del primer caso, no me cabe duda de que el sinvergüenza de marras cuenta en su haber con másteres y doctorados en hipocresía y mentiras.