ORIFICIOS DE SALIDA Y BALAS PERDIDAS

Cada vez que hablo un rato con mi amigo Arturo me enriquezco; no en vano me estoy refiriendo a un tío que cuenta con más de 25 años de experiencia policial, permanentemente destinado en punteras unidades especiales. Esto, para mí, no determina nada en cuanto a calidad humana y profesional. Pero tengo que decir que siempre ha ejercido el mando. Nuestra última conversación transcurrió exclusivamente sobre el mismo asunto que nos ocupó, meses atrás, otra charla y varias cervezas sin alcohol (las mías…). Y es que Arturo me dice, cada vez que tiene ganas de oírme, que soy un poco pesado con eso del exceso de penetración de nuestros proyectiles de arma corta. No le falta razón, soy un plasta, lo admito.

Mi colega posee experiencia real en eso de liarse a tiros con los malos, atesorando conocimientos técnicos y teóricos como para llenar varios baúles. No es un pelagatos, es una persona altamente cualificada. Arturo está, sin duda alguna, muchísimo más preparado que un servidor. Pero pese a que manifiesta no ser temeroso de las sobrepenetraciones, porque está convencido de que no se producen con frecuencia, yo discrepo de su parecer. Arturo también sostiene que cuando se producen, porque no niega que a veces se produzcan, éstas no ocasionan tantas lesiones. En esto tampoco coincido con él, al menos no del todo. A ver, es cierto que todos los días no conocemos hechos en los que se hayan presentado sobrepenetraciones. No obstante, esto es así, básicamente, porque en España la Policía no abre fuego todos los días contra personas u otros animales, que intervenciones de todo pelaje atestan los atestados policiales.

Pero estoy convencido, mi palabra doy, de que en la infinita mayoría de actuaciones en las que los agentes hieren o matan a tiros con sus armas cortas, se producen heridas con orificios de entrada y salida. Esto es sobrepenetrar, a los efectos que aquí estamos viendo. Y así lo veo tanto si tomo como referencia a los servidores públicos como a los privados y hasta, si me apuran, a los ciudadanos particulares (siempre que hablemos de los calibres utilizados para seguridad y defensa). Para comprobar lo muy documentado que está este fenómeno balístico-terminal, no hay más que echarle un vistazo a los informes facultativos adjuntos a los atestados policiales o preguntarle a quienes han recibido tiros o se los han tenido que pegar a otros semejantes.

Que una bala salga de un cuerpo herido es muy preocupante, por lo menos a mí me preocupa; y me preocupa porque ello siempre genera riesgos potenciales, aunque Arturo no lo vea exactamente como yo. Es obvio, por cosa de la física, que un proyectil que atraviese un cuerpo pierda parte de su energía, aunque posteriormente continúe describiendo una trayectoria en el espacio. Si una punta empieza a perder velocidad y energía desde que abandona el cañón, ¡cómo no van a reducirse estos valores mientras se cruzan, de lado a lado, varios órganos internos humanos! Lo dicho, pura física.

Tales pérdidas de propiedades se producen en virtud del principio de la transferencia de la energía, por lo que, lejos de la creencia popular, las balas rebotadas cuentan con menos energía que justo antes de rebotar. Todo esto no quita que por obra de determinados factores, como pudieran ser la cantidad de energía inicial, la distancia de tiro, el ángulo de impacto, la consistencia del material sobre el que se incide, el diseño del proyectil y su velocidad, etc., una bala afectada por el efecto Ricochet, como también se conoce al rebote, pueda conservar energía suficiente como para producir heridas, a veces incompatibles con la vida. Por cierto, lo más jodido de los rebotes son las imprevisibles trayectorias que pudieran tomar los proyectiles, porque podrían regresar incluso en dirección al punto de origen (doy fe).

Por todo esto es que abogo por la utilización de balas que transfieran mucha energía al impactar, como es el caso, por ejemplo, de las puntas huecas que emplea mi querido Arturo. Y es que tal vez por ello no comparta mi temor a las sobrepenetraciones: es sabedor de que sus proyectiles se expanden al colisionar y penetrar en cuerpos blandos, como en realidad somos las personas, siendo esta deformación, precisamente, la prueba científica de la mayor transferencia de energía, lo que redunda, per se, en la minimización del peligro a que dichas balas abandonen, lesivamente, el cuerpo alcanzado. Pero es más, aunque nunca se pueda garantizar que una bala no vaya a atravesar a una persona, si una expansiva consiguiera salir del cuerpo lo haría, ya, con bastante menos capacidades que una bala maciza.

De modo general ¿qué munición se deforma muy poco, poco o incluso nada al impactar contra el pellejo de los seres humanos? La respuesta es sumamente comprensible: las balas que no se deforman son, ¡vaya casualidad!, las blindadas, las semiblindadas y las de plomo, al margen de algunas otras más que, lamentablemente, tanto utilizan nuestros agentes de la autoridad. Y aunque en determinados manuales y temarios se siga aseverando que las puntas semiblindadas siempre expanden y ocasionan importantísimas lesiones por efecto de lo que todavía algunos denominan “poder de parada”, esto es totalmente falso cuando nos referimos a disparos efectuados con las pistolas y los revólveres de uso habitual en nuestras fuerzas de seguridad.

Y otra casualidad: los policías patrulleros, los normales y corrientes, los que vemos por ahí pateando el pavimento, sentados en los coches o circulando a lomos de las motocicletas son, miren por dónde, los que usan los mencionados cartuchos proclives a penetrar en exceso. Pero es que estos funcionarios son, ¡toma ya!, los que estadísticamente tienen el mayor número de enfrentamientos a tiros, bien contra quienes portan armas de fuego o bien contra quienes los acometen con machetes, con tenedores, con palas, con cuchillos de cocina, con destornilladores, con patadas en la cabeza, con tijeras, con navajas, con picos, con lascas de vidrio… Denme un momentito más, por favor, que todavía no he acabado, porque esta gente es, igualmente y como norma general, a la que menos instrucción de tiro se le ofrece desde sus propias instituciones. Ergo, son quienes usan los cartuchos que más fácilmente atraviesan personas y objetos, dando pie a lesiones colaterales o en su caso generando potencialmente tales riesgos; y son, también, quienes más tiros erran en la calle, porque son, como ya dije, los que peor y menos practican. Y ojo, muchos no entrenan nunca jamás.

Pero debo decir algo más directamente relacionado con lo expuesto en el párrafo precedente, y es que coincide que aquella clase de funcionarios son los que siempre protagonizan y copan titulares de prensa como este: “Transeúnte herido por una bala de la Policía, que previamente había atravesado a un sujeto que estaba atacando a los agentes”. Ocurre, créanme que esto ocurre. Si herimos a un malhechor con cartuchos convencionales en mitad de un descampado o de madrugada en una autovía, muy posiblemente no toquemos a ningún inocente, en caso de que nuestros proyectiles atravesaran el organismo del destinatario de los tiros. De tener que obrar de igual modo con el mismo material y en las mismas circunstancias dentro de un centro comercial, en el aparcamiento del susodicho centro comercial, en una plaza de pueblo o en el andén de una estación de metro, yo diría que alguien ajeno a la intervención policial podría terminar comiéndose un trozo de plomo.

Ya ha pasado, no pocas veces, siendo el caso más sonado de los últimos años el denominado “Puerta del Sol”. Pasó que un policía municipal de Madrid disparó 3 veces contra un varón adulto que, objeto cortante en mano, trataba de lesionarlo. Empleó los cartuchos semiblindados de 9 mm Parabellum que, como dotación reglamentaria, había recibido para ejercer sus funciones (es más que posible que se tratase de cartuchos JSP —blindados de punta suave—, mal llamados aquí semiblindados). Pues bien, aun dando las 3 veces en el cuerpo del agresor, algo nada fácil, dicho sea de paso, al menos uno de los proyectiles abandonó el organismo del delincuente y, según una resolución judicial dictada al efecto, la bala vino a detenerse en la cara de un ciudadano que por allí pasaba, alojándose el proyectil en uno de sus globos oculares. El damnificado perdió la visión del ojo afectado. Pero atentos, que la sentencia señala algo más: el proyectil, o en realidad un fragmento del mismo, no solo había abandonado el cuerpo del antijurídico sino que, también y para colmo, antes de darle al transeúnte tocó en suelo o pared; o sea, rebotó. Un nefasto completo: sobrepenetración con posterior rebote.

Claro, la Puerta del Sol, centro geográfico de España en el que radica el Kilómetro Cero, siempre está de bote en bote, sea la hora que sea. Lo ven, no es lo mismo realizar disparos en la cuneta de una vía interurbana, menos todavía a las 3 de la mañana, que en una céntrica calle peatonal a plena luz del día. En Sol, si me apuran, poco pasó: si la punta no hubiese tocado en suelo o pared, como asegura la sentencia judicial, y hubiese llegado sin injerencias y directamente al ojo del señor que resultó herido, quizás estaríamos hablando de muerte y no de pérdida de visión. Atención, me voy a reiterar: incluso usando puntas expansivas pueden presentarse indeseables balazos con orificios de salida, empero lo cierto es que tal posibilidad ha de considerarse menos probable.

Hay quien dice que prefiere proyectiles capaces de hacer 2 agujeros, el de entrada y el de salida, para garantizarse, así, una mayor pérdida de sangre; todo esto pensando, obviamente, en neutralizar lo más y antes posible al objetivo. Y sí, es cierto que esto joderá más a quien ha recibido el tiro, pero solo un poco más, si es que estamos hablando de calibres como el 9 Parabellum, el .38 Especial, el 9 Corto, etc. Aun así, yo solamente buscaría esto, olvidándome de mi temor al exceso de penetración, si me hallase ejerciendo como policía en amplias áreas geográficas rurales, donde herir como en la Puerta del Sol se torna extraño y no muy posible, por lógicas y espaciosas razones. Llámenme rarito, pero qué quieren que les diga, no me gustaría herir a nadie más que a aquella persona a la que sí quiero herir.

Y es que ya me pasó hace unos años, cuando me vi en la necesidad de dispararle 2 veces al bastardo que quería matarme: los 2 proyectiles entraron y salieron de su cuerpo. Lo bueno de estas sobrepenetraciones mías es que no tocaron a la persona que se hallaba sentada junto al herido, sino que, para bien, una de las balas volvió a penetrar en otro órgano del susodicho malnacido. Si mis disparos no hubieran ido dirigidos a las piernas, que fue donde por suerte logré impactar, y los hubiese dirigido al torso, convencido estoy de que por exceso de penetración hubiera acabado hiriendo a quien acompañaba a mi particular homicida, persona que seguramente no era un angelito, sino otro mierda, pero que en ese momento no suponía riesgo alguno para mi integridad física.

Algunos autores norteamericanos, de esos que saben tela y de verdad, sostienen teorías coincidentes con las de mi colega Arturo, manifestando, al igual que mi amigo, que no tienen tanto temor al hecho de que sus disparos originen agujeros de salida que pudieran causar laceraciones no deseadas. A estas tesis se suman en España algunos que yo me sé, que, sin haber recibido vela en el entierro, careciendo de experiencia policial y desconociendo los riesgos que hay al otro lado de la mesa del despacho, tratan de menospreciar las opiniones de quienes sí han estado en la línea de fuego, acumulando además décadas de experiencia en las líneas de tiro. Y digo yo, ¿no será que estos yanquis coinciden con Arturo en algo más que en la opinión? En efecto, la infinita mayoría de los policías yanquis utilizan puntas huecas; ¡uy, vaya!, como mi amigo. Si aquí también consumiéramos más expansivas y no tantas blindadas y semiblindadas, no tendría que reclamarlas con mis tediosos artículos y, por supuesto, no daría la brasa con la maldita sobrepenetración. Dicho lo anterior, muchos cuerpos locales españoles ya usan, del mismo modo que algunas unidades especiales y que alguna que otra fuerza convencional autonómica, magníficos cartuchos expansivos, unos huecos y otros no.

Arturo es un suertudo del carajo. Pero cuidado, el tío se lo ha currado. No es que sea bueno en lo suyo, es que es muy bueno. Verán, no solo trabaja con munición expansiva de primera calidad sino que, dado el carácter tan exclusivo y especializado de su unidad, naturalmente muy bien adiestrada, suele elegir cuándo, adónde, con cuánta gente y con qué material meterle mano a las intervenciones para las que es activado; intervenciones que, todo hay que decirlo, nunca son sorpresivas sino previstas, programadas y estudiadas milimétricamente, usando como base las informaciones aportadas por las pertinentes unidades de investigación, vigilancia y seguimiento. Quiero decir con esto que aquí el azar es mínimo o ninguno. Pero si acaso se presentasen situaciones imprevistas, tienen Arturo y sus muchachos adiestramiento, experiencia, apoyo humano y soporte material más que suficiente para afrontar con solvencia casi cualquier circunstancia adversa.

Por descontado que como dicen aquellos gringos y Arturo, y hasta yo mismo lo digo, los tiros errados engendran peligros más poderosos que las sobrepenetraciones. Los primeros, por no haber atravesado la anatomía de nadie, podrían llegar con más poderío hasta terceras personas; porque, como ya sabemos, los proyectiles que abandonan un cuerpo lo hacen, ya, con algo de menos potencia, lo que no quiere decir, como también sabemos ya, que no sean capaces de lesionar. “Entrenando más y mejor al personal se reducirían estos riesgos, porque los policías acertarían más veces en el blanco”, aseguran algunos, completamente cargados de sentido. Pues claro, naturalmente que sí. ¿Pero de verdad se hará esto algún día; alguna vez se entrenará más y mejor a los servidores públicos de fusco en ristre? A veces creo que está pasando todo lo contrario. Si las administraciones públicas no van a invertir ni tiempo ni dinero en una buena y profunda formación de tiro, porque ya sabemos que esto es una utopía, ¿por qué no invierten en lo otro, en una munición más adecuada para la función policial, que llegado el caso minimice peligros?

Siendo como es verdad que las personas mejor entrenadas fallan menos tiros en los enfrentamientos reales, en comparación con quienes están peor formadas, igualmente es cierto que los muy adiestrados también pueden fallar, y de hecho fallan, por mor de numerosas razones. Así pues, si vamos a seguir errando tiros, garanticémonos que los no fallados, aunque sean los menos, no den pie a daños colaterales extra. Y esto no es, en modo alguno, un alegato o una apología del no entrenamiento, sino todo lo contrario, aunque estoy seguro de que alguien saldrá al paso entendiendo estas palabras como mejor le convenga para procurar desprestigiarme, intentando menoscabar mi imagen y mi nombre.

Arturo, recibe un abrazo.

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