SÍNDROME DE DUNNING-KRUGER: BURROS ENGREÍDOS

Atención, voy a confesarme. Yo jamás he sido el más listo de la clase. Nunca he destacado en nada de nada que fuese bonito y positivo. Mi capacidad intelectual no sobresalió ni en el colegio, ni en el instituto, ni en la academia de policía. Esto no es ningún secreto para aquellos con los que compartí pupitre, de tiza todos manchados. Es más, admito que siempre fui del montón, aunque eso sí, también estoy seguro de que nunca viajé en el vagón de cola. El farolillo rojo casi siempre lo sostuvieron los mismos felices y contentos, muy descerebrados ellos.

Como desde mi infancia y pubertad ya han pasado demasiadas décadas, voy a tirar de memoria para quedarme, que tampoco es poca cosa, con mis tres últimos lustros vitales, con mi etapa de policía. Porque, para quienes no lo sepan, un servidor ya no es policía, al menos no en situación administrativa de activo. Cosas de la vida y de un malnacido, aunque quizá solo sea cosa del destino.

Si bien antes de ingresar en la Policía ya me había dado cuenta de que algunos de mis compañeros vigilantes de seguridad y escoltas se creían sobredotados, tanto física como intelectual y profesionalmente, siendo un puñado de zoquetes y de vividores con ínfulas, al menos para mis ojos y para mi moderado entendimiento, no cambió mucho la historia cuando obtuve mi plaza de funcionario. Porque es una verdad inmensa que de todo hay en todas partes. En todas. Presten atención, que quiero insistir en algo: sólo estoy refiriéndome a algunos, a unos cuantos, a personas muy concretas de cuyos nombres no quiero ni acordarme. Al final del artículo comprenderán por dónde van los tiros.

Pues bien, hacerme policía no varió demasiado mi lamentable y grotesca percepción de determinadas cosas. Yo esperaba encontrar en la seguridad pública algo más de interés, de compromiso, de entrega y de empatía para con aquellos a los que servíamos, o sea, los ciudadanos. Pero nada de ello encontré, excepto en un más que mejorable porcentaje de compañeros. Aunque ya me lo habían advertido y, para colmo, me había criado entre uniformes grises, azules y marrones, reconozco que nunca presté demasiada atención a las voces que me decían, una y otra vez, que en la Policía también me iba a topar de bruces con la desagradable sorpresa, ¡qué asco!, de tener que trabajar con personas que pasaban de todo y de todos. Con aparentados que, con suma habilidad y total mimetización, pasaban por ser serios y expertos servidores públicos. Cuánta razón tenían aquellas voces: los puercos abundan y casi son legión. Sobran guays, chachis, molones y chicos y chicas sensación de vivir.

Así pues, he patrullado con gente que no sabía qué era una infracción penal y una infracción administrativa. Gente que llevaba años sin denunciar, en una ciudad proclive a todo tipo de ilícitos (poner una simple multa de tráfico es denunciar). Tíos y tías, aunque tal vez más los primeros que las segundas, que no llevaban ni un bolígrafo cuando estaban de servicio, no fuese que tuviesen que tomar nota de algo, que eso es trabajar y pecado capital para los de esta estirpe. Gentuza que durante el horario de trabajo presumía, botellín de Cruzcampo en mano, de que ellos pasaban de todo y que no hacían nada de nada. Bastardos que por pura diversión, por puro aburrimiento o porque recibieran directrices, menoscababan la imagen pública y el buen nombre de los policías que sí daban el callo y el do de pecho. Rémoras que navegando sin rumbo jugaban, cual parásitos, a atribuirse los servicios destacados ajenos, de cara a los políticos y a la sociedad local. Bazofia que con vehemencia y sin pudor alguno clamaba por una plaza de oficial, de subinspector o de inspector, a la par que hacía, no hacía o decía todas las barbaridades antedichas, aduciendo sus trienios de antigüedad en el cuerpo, sus años de afiliado al sindicato que cortaba el bacalao y, principalmente, esgrimiendo el número de veces que había solicitado la baja médica para fastidiar al poder establecido, lo cual se ejecutaba por orden de quien en cada caso emanase el estratégico antojo. Desechos de honestidad distraída y de sinceridad arrojada al váter durante la vomitona semanal.

No miento al decir que muchos de estos lograron promocionar en la estructura de la fuerza, enarbolando la bandera de tales aberrantes circunstancias. Tanto es así que varios, para asombro de incluso quienes los promovían, ascendieron hasta dos y tres veces. Pero es que no pocos de estos, con menos vergüenza que educación, formación y ética, que ya es decir, llegaron a creerse que realmente habían conseguido los galones gracias a sus méritos laborales (invisibles), a sus titulaciones académicas superiores (de juguete), a sus experiencias profesionales en la calle (inexistentes), a sus capacidades intelectuales y de mando (podridas) y a sus conocimientos jurídicos de aplicación policial (los aprendidos viendo ‘Farmacia de guardia’, ‘Los hombres de Paco’ y ‘Torrente, el brazo tonto de la ley’). Se lo siguen creyendo y hoy se venden de lo lindo, como doctos en cualquier materia, ante quienes no los conocen o ante quienes se dejan engañar para obtener algún beneficio para sí o para terceros. Pero no nos engañemos demasiado: donde hay tanta permisividad, siempre subyace un trasfondo con interés político-sindical.

¿Cuántas veces he dicho que estamos desbordados por los que todavía no saben que no saben? Cientos de veces, ¿verdad? Pues lean los párrafos subsiguientes, porque la ciencia buena y de verdad, la que estudia la conducta y el comportamiento humano, la que analiza y calcula percentiles y porcentajes, me ha demostrado que uno, al final del camino, ha terminado aprendiendo algo en esta vida, aunque jamás fuese aventajado alumno delante de la pizarra. Pero ojo, por favor, porque pese a lo esputado en las muchas líneas precedentes, son más los buenos, los muy buenos y los regulares, que los malos, los muy malos y los más que peores. Por tanto, confíen en los policías sin dejarse llevar por la cromática de los uniformes, ni por el tamaño de sus porras. Porque aunque es verdad que cuando en una esquina alguien pide socorro, en la esquina de enfrente se esconden los vagos y los cobardes; pero igualmente es cierto que desde la siguiente esquina salen pitando, con ánimo de socorrer, los buenos y verdaderos policías. Crean y confíen, que esto es así.

La relación entre la estupidez y la vanidad se ha descrito como el efecto o síndrome Dunning-Kruger, según el cual las personas con escaso nivel intelectual y cultural tienden a pensar, sistemáticamente, que saben más de lo que saben, considerándose más inteligentes de lo que son. Este fenómeno fue rigurosamente estudiado por Justin Krugger y David Dunning, psicólogos de la Universidad de Cornell en Nueva York, y publicado en 1999 en The Journal of Personality and Social Psychology. Antes de que estos dos concienzudos estudiosos lo evidenciasen científicamente, Charles Darwin, ahí es nada, ya había sentenciado que “la ignorancia engendra más confianza que el conocimiento”.

Esto se basa en los siguientes principios:

1º. Los individuos incompetentes tienden a sobreestimar sus propias habilidades.

2º. Los individuos incompetentes son incapaces de reconocer las verdaderas habilidades en los demás.

El avance de Krugger y Dunning fue demostrarlo mediante un sencillo experimento, consistente en medir las habilidades intelectuales y sociales de una serie de estudiantes, que posteriormente se tenían que autoevaluar. Los resultados fueron alarmantemente sorprendentes y muy reveladores: los más brillantes estimaban que estaban por debajo de la media; los mediocres se consideraban por encima de la media; y los menos dotados y más inútiles estaban convencidos, pobres de sí y del resto de la sociedad, de estar entre los mejores. Curiosas y preocupantes observaciones: los más incompetentes no solo tienden a llegar a conclusiones erróneas y a tomar decisiones desafortunadas, sino que el nivel de incompetencia les impide darse cuenta de ello.

Lo ven, esto es lo que Ernestito lleva años diciendo, que hay demasiados que no saben que no saben, creyéndose sabios. De ahí que gente de este perfil cope, en número excesivo, puestos de dirección y mando en el sector laboral del que provengo.

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4s Comentarios

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    Cuanta razón. Una de las peores cosas que veo: es que se fomenta ser un inútil. Si uno es competente al final le acaban cargando con más y más trabajo.

    Hay una mala costumbre de delegar funciones y sobrecargar a quien trabaja bien; sin compensación. Cuando comentas este hecho te saltan con «la satisfacción del deber cumplido»; de manera que te sientas mal por querer un reparto equitativo de funciones.

    La satisfacción del deber cumplido; deja de ser tal en cuanto te toca sacar el trabajo de otro para que este viva mejor. Si tan satisfactorio es, ¿por qué lo delegan?

    Al final uno comprueba que ser un profesional comprometido no compensa. Que se aprovechan de tu trabajo sin compensarte. Que se compensa a los que son de la cuerda de la superioridad y que a los inútiles (o los que fingen serlo) se les deja tranquilos.

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    Esos son los malos jefes los que por no enfrenarse con el que no va a hacer algo, se lo carga al que sí.
    No es culpa de los agentes es de los jefes, si todos cobramos igual debemos trabajar igual, si no, lo que pasa, que si la mayoría vaguea al final todos vagueamos, nadie quiere ser el tonto del chiringuito.-

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