REHENES DE NUESTRA PROPIA NATURALEZA

Juanma, después de haber leído mucho y tras haberme entrevistado con infinidad de policías españoles (y no españoles, algunos) que experimentaron vivencias vitales extremas frente a otras personas, tengo claras algunas cosas que pienso que son como yo las veo o interpreto, hasta que un galeno especializado me corrija. Pero es que hasta con un neuropsiquiatra de aquí he hablado de ello sin que me haya enmendado la plana. Por tanto, no, Juanma, NO se desconecta en un plis plas.

No. El Sistema Nervioso Simpático nos prepara en un periquete, casi con un gran empujón emocional, para luchar de modo tal que nos volvemos casi irracionales y salvajes por y para sobrevivir. Perder el control cognitivo es lógico y normal. Es, creo yo, hasta natural en estas situaciones tan extremas que me estás planteando. Y el Sistema Nervioso Parasimpático, que es el que nos ha de devolver a la calma emocional (racional y cognitiva), NO OBRA SU MILAGRO calmándonos en 1, 2 o 3 segundos.

No. Nos pasa con todos los instintos primarios llevados a su extrema o máxima expresión. El primer instinto primario es sobrevivir. Y luego están comer y procrear (perpetuar la especie). Si llevamos estos instintos al límite en situaciones muy extremas: matar ante la posibilidad de morir, comer tras pasar 3 días sin probar bocado o echar un polvo tras estar meses en absoluta abstinencia, obraremos casi asilvestradamente porque llegaremos, en la defensa por la supervivencia, en el papeo y en el éxtasis sexual, a un punto de no retorno rápido a la normalidad si se nos ordena parar. O sea, en la defensa feroz si el ataque letal contra nosotros se depone inesperadamente, no pararemos al mismo tiempo que nuestro antagonista. No podremos. Somos víctima, rehenes más bien, del desenfreno fisiológico y mental por la supervivencia. Somos víctimas de ello, afortunadamente para nuestra pervivencia. Pero para el Derecho Penal podríamos ser, desgraciadamente, también víctimas de todo lo anterior: la ley no va de la mano de la evolución y de la biología humana puesta en el trampolín extremo vital. Por ello a un perro que ladra cuando se asusta no se le debería regañar. Como tampoco a un ave que emprende el vuelo al vernos tampoco podríamos reprocharle su vuelo al creer el pájaro que va a ser capturado por nosotros.

No pueden pedirnos a los animales humanos, seamos o no seamos policías, que no sudemos durante una carrera a pie. Y tampoco se nos puede exigir que anulemos la emoción miedo, que es la que desata toda esta catarsis metabólica. Por ello, como policías, deberíamos aprender mucho y muy bien cómo funcionamos por dentro. Así podríamos, con el adecuado entrenamiento y con la debida concienciación, mitigar o gestionar los efectos salvajes y casi incontrolables que surgen en el curso de nuestras acciones límite.

No podemos dejar de movernos cuando vamos a eyacular, porque se nos ordene de buenas a primeras estando ya a punto de llegar al clímax. No podemos dejar de introducir más comida en nuestra boca, aunque suene la bocina, pues llevamos 3 días sin comer nada. Y no podemos, en una gota de tiempo, dejar de ser muy ofensivos-defensivos, porque el malo haya soltado el arma que quizás ni estamos visualizando. Y a más segundos de lucha por la vida o a más exposición ante agentes estresores (prolongadas y peligrosas persecuciones policiales, por ejemplo), más difícil resulta tirar del freno de mano mental y lograr frenar.

De esto he hablado, como te dije antes, con un conocido mío que es neuropsiquiatra. Él me preguntaba cosas… y yo a él. Leyó «En la línea de fuego» y le encantó. O eso me dijo.

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