Generalmente, se acepta que la lucha contra el crimen (prevención general y especial del delito) es tarea del Estado, particularmente de las instancias de control formal. Si somos víctimas de un delito debemos llamar a la Policía, y si ésta detiene a los criminales, los jueces los castigarán según las acciones que hubiesen cometido. Cierto es que a la víctima se le permite defenderse en el momento de la agresión (artículo 20.4 Código Penal), pero dadas las restricciones existentes en España respecto a los medios de defensa, es inusual que este derecho pueda ejercerse eficazmente.
Existe otro factor importante, que además es bien conocido por aquellos que trabajan con armas de fuego: el mero hecho de poseerlas, no basta para usarlas correctamente. Una persona ajena al mundo de la seguridad pública o privada, puede tener acceso a un arma en determinados casos, pero carecerá del conocimiento necesario para emplearla adecuadamente, llegado el momento.
Por ello, en España son extremadamente inusuales los casos en que ciudadanos armados hayan repartido plomo frente a alguien que tratara de atracarlo, violarlo o asesinarlo (viene a mi mente el ‘Caso Ferris’), y mucho menos que esta persona lo haya hecho varias veces en un corto espacio de tiempo. En nuestro entorno es más común ser víctima varias veces sin opción de defensa, aunque esa es otra cuestión.
Bien, ejercitemos nuestra imaginación y pensemos que tenemos derecho a defendernos, que llegado el momento dispondremos de armas de fuego y que serán los atracadores quienes se marcharán de nuestro hogar con los pies por delante, pero no una sola vez, sino cuatro. Inconcebible, ¿verdad? Ahora, a lo anterior, sumemos que no somos miembros de las fuerzas de seguridad ni militares, sino simples particulares que nos hemos preocupado de entrenar, entrenar y entrenar, hasta tener habilidad en el manejo y uso de las armas. Más extraño aún, ¿a que sí? Una quimera, para alguien de aquí. Esto, que en tierras íberas suena a película americana, ocurrió en realidad en un barrio de Los Ángeles (Estados Unidos), a principios de la década de los noventa: es la increíble historia de Lance Thomas.
Ser joyero es una profesión de riesgo aquí y en cualquier sitio. Dependiendo del lugar del planeta en el que nos encontremos, los atracadores estarán más acostumbrados a cometer sus robos sin violencia o a no dudar en disparar, ante la menor resistencia. En USA, a finales de los años ochenta, la última opción se presentaba como la más común, hasta el punto de que entregarle la mercancía a los ladrones no garantizaba evitar una paliza o un balazo.
Como otros muchos compañeros del gremio, Lance Thomas poseía un arma en la tienda, un revólver Smith and Wesson modelo 36, del calibre .38 Especial y de cinco cartuchos de capacidad. En lugar de llevarlo pegadito a su cuerpo, o sea, a mano, lo tenía escondido debajo del mostrador, en un punto muy cercano a la caja registradora.
Era el 10 de agosto de 1989 cuando dos hombres entraron juntos en su local. Uno de ellos empuñaba una pistola del 9mm Parabellum. Lance, en un instante, decidió que no se convertiría en víctima y extendió su brazo hábil para alcanzar su .38 Special. Llegados a este punto, hay que aclarar que las leyes norteamericanas sobre la defensa propia permiten usar la fuerza letal ante el temor razonable de sufrir lesiones graves o la muerte (no es necesario que nos disparen: solo con sentirnos apuntados ya tendríamos justificación para abrir fuego. Aquí no es muy diferente). También hay que tener en cuenta que los delincuentes de aquel país suelen tirar de pipa con mayor frecuencia y ligereza que en España, siendo habitual no dudar en disparar ante cualquier resistencia de la víctima. Esto se debe, en parte, al consumo de drogas como el crack, que en algunas ciudades es un problema endémico. Por tanto, el señor Thomas muy bien podría haber muerto aquel día, al hallarse en manos del delincuente que lo estaba encañonando.
Pero no, el destino de un hombre puede cambiar únicamente por su determinación. El pequeño revólver del .38 apareció frente al rostro del delincuente, sonando tres taponazos: dos se perdieron en el fondo del establecimiento, pero el tercero impactó directamente en su cara. Al ver caer el primer blanco, el joyero giró su arma hacia el segundo delincuente, ordenándole que se marchara, al no detectar armas en sus manos. Impresiona la sangre fría demostrada por Lance, que fue capaz de identificar el blanco inerme, en lugar de tumbarlo al estilo IPSC (recorrido de tiro o tiro dinámico). El resultado de la lucha no puede ser más favorable: la víctima ilesa y uno de los atracadores herido de gravedad (sobrevivió), entendiendo los jueces que se trató de un caso de defensa propia totalmente justificada.
Sufrir un asalto de esta clase es, posiblemente, la mejor medicina para la concienciación (preguntadle a Ernesto Pérez Vera), por lo que Lance analizó los puntos fuertes y débiles de su actuación. Había reaccionado bien y con cierta precisión aquella calurosa mañana estival, pero sintió que posiblemente un revólver de cinco tiros no fuese suficiente la próxima vez. Con esto en mente, el joyero metido a pistolero adquirió tres revólveres del calibre .357 Magnum: un Colt Python, un Smith and Wesson M19 Combat Magnum, y un Ruger Security Six, distribuyéndolos a lo largo de su lugar de trabajo, con la idea de hacer recargas neoyorquinas: en lugar de recargar, soltaría cada revólver vacío y cogería otro a tope de munición. Con estos cuatro revólveres, porque mantuvo su S&W modelo 36 del .38, Thomas esperó hasta el siguiente asalto (mejor dicho, intento de asalto). No tardaría en llegar, la verdad: estaban al orden del día.
Solamente tres meses después, el 27 de noviembre de 1989, los delincuentes eran de un tipo totalmente diferente a los anteriores. Nada de chorizos de barrio: cinco hombres bien armados y motivados, de los que tres componían el grupo de asalto, mientras que los otros dos actuaban de apoyo. Accedieron a la tienda y, sin mediar palabra, el hombre de punta disparó ocho veces con una pistola del calibre .25 ACP (6.35 mm), hiriendo a nuestro protagonista con tres impactos en el hombro derecho y con uno en el cuello. El cuarto tiro no fue mortal, posiblemente, gracias a la escasa energía de la munición empleada.
Thomas volvió a responder acorde a su entrenamiento y mentalización: vomitó seis proyectiles del .357 Magnum con el Ruger, de los que cinco alcanzaron al criminal. Lógicamente, cayó como un saco de patatas. El segundo asaltante abrió fuego, pero también el defensor lo hizo con el .38 de cañón corto. Increíblemente, ninguno de los doce proyectiles que se intercambiaron tocó pelo. Llegó el turno del tercer chorizo y también del tercer revólver del tendero: sus seis balas, igualmente del .357, entraron en la silueta. Otro delincuente tumbado.
En ese momento, el pandillero superviviente decidió que no quería seguir tentando a la suerte y escapó corriendo del local. Sus dos compañeros de apoyo, al oír el ruido de los disparos y ver que solamente uno de ellos abandonaba la tienda, adivinaron lo que había ocurrido y también se dieron por patas. Nueva victoria para nuestro pistolero: once blancos tras diecinueve disparos, que equivalieron a dos delincuentes muertos. ¡Puerta, aire!
No cabe duda de que Thomas había tomado decisiones muy acertadas en cuanto a la elección de sus armas, al número de éstas y a los calibres. Y yo no puedo sino darle la razón: el .357 Magnum es, posiblemente, el cartucho policial con mejor reputación de la Historia. No sabemos si fue debido al aumento del número de asaltantes o qué (dos la primera vez y cinco la segunda), pero nuestro amigo volvió a aumentar su arsenal particular, esta vez con pistolas: cuatro Sig Sauer, una P-225 de 9mm Parabellum y tres P-220 del .45 ACP. Ahora en el mostrador de la relojería se apilaban nada menos que ocho fuscos, con cincuentaitrés cartuchos de alta potencia. Su plan seguía siendo el mismo: coger un arma detrás de otra e ir vaciando los cargadores contra sus antagonistas, desechándolas según las fuese descargando, para coger la siguiente.
Analizando su caso, es imposible no recordar los tiroteos a los que sobrevivió el famoso Jim Cirillo. Quizás sin ser consciente de ello, Thomas había adoptado varias de sus tácticas. En las emboscadas que tendía la SOU, la unidad de la Policía de Nueva York en la que Cirillo trabajó, los tiroteos tenían lugar a muy corta distancia y sin medias tintas: pocos delincuentes neoyorquinos bajaban sus armas al oír el “¡alto policía!”. También se daba con frecuencia el caso de producirse disparos simultáneos entre criminales y agentes. En tales circunstancias, según Cirillo, lo más importante era tumbar al otro lo antes posible (no hay que ser muy listo para llegar a tal conclusión). Reacción inmediata y calibres grandes y potentes, esa era la clave para él. Cirillo llegó a decir que el arma ideal para estos menesteres era un revólver del .44 Magnum, cargado con puntas huecas. Algunos de los calibres elegidos por Thomas (.357 y .45) cumplían con las condiciones autoimpuestas por Cirillo.
No hay dos sin tres. Vamos a por el tercer round. Era 4 de diciembre de 1991 (día de Santa Bárbara, patrona de los artilleros), cuando nuevamente Thomas iba a tener que defenderse a tiro limpio. Se trataba de dos atracadores. Un hombre y una mujer entraron en la tienda, esgrimiendo el varón una Glock con la que apuntó al tendero, ordenándole del tirón que no se moviera. Buena cosa le dijo al avispado y ya experimentado Lance: en un santiamén su mano fue flechada hacia la Sig Sauer más próxima.
En esta ocasión, el primer proyectil del asaltante impactó en el cuello del defensor, otra vez, no siendo letal por cuestión de centímetros, otra vez. Dada a la urgencia, Thomas no pudo empuñar correctamente la P-225, y tras disparar tres veces hacia el pecho del agresor, la pistola se interrumpió debido al débil e incompleto garre (lo que se llama limp wristing). Sin consumir tiempo alguno en solucionar la traba, soltó el arma y cogió la siguiente, una P-220. Esta era del .45 ACP, consiguiendo colocar cinco plomazos en el pecho de su antagonista. ¡Bravo! Su acompañante no se mostró muy dispuesta a pelear, por lo que la lucha terminó ahí. Lance Thomas, felizmente, volvió a recuperarse de sus heridas.
Epitafio. Amanece el 20 de febrero de 1992. Lance ya era un pistolero experimentado, ¿no creen? Como decimos coloquialmente: tonterías, las justas. Volvieron a entrar dos individuos armados en la tienda. Esta vez ni siquiera tuvieron ocasión de levantar las pistolas que Thomas vislumbró en sus manos. El primero cayó con ocho proyectiles del .45 en su cuerpo. La segunda P-220 escupió cuatro balas más contra pecho del otro, quedando patente prueba de que había hecho blanco. La cuestión quedó zanjada en un periquete.
Thomas, en total, había prevalecido frente a once delincuentes, matando a cinco y herido a un sexto. A cambio había resultado lesionado en cinco ocasiones. Sin duda, ningún delincuente de la época pensaba ir a batirse en duelo con nuestro relojero preferido. Pero esto no aplacaba la sed de venganza que corría entre las bandas de la ciudad, que finalmente amenazaron con tirotear periódicamente el establecimiento, para matar a los clientes que estuvieran en su interior. Lance Thomas, lamentablemente, se vio obligado a cerrar la joyería, ante la disyuntiva de poner en peligro a personas inocentes.
Hoy en día, este singular pistolero de la era moderna, vive en el anonimato, oculto debido a las múltiples amenazas de muerte que recibió. Rehúsa todas las ofertas que recibe para ser entrevistado. Tan solo hemos podido rescatar una entrevista concedida al programa Turning Point de ‘ABC News’, que fue a su vez publicada en la revista ‘Guns and Self Defense: when can you shoot’, el 5 de octubre de 1994:
Don Kladstrup (entrevistador): “Durante catorce años, Lance Thomas fue un relojero de éxito en un barrio del Oeste de Los Ángeles, vendiendo relojes de gran valor, de lujo y de época. Hace cinco años, la zona fue azotada por una serie de robos a mano armada, en los que varios comerciantes fueron brutalmente asesinados”.
Lance Thomas (describiendo su primer tiroteo): “En un instante decidí que no iba a jugar el papel de víctima. No soy la pistola más rápida del Oeste, ni soy Wild Bill Hickok: estaba muerto de miedo, de hecho pensé que no sería capaz de hacerlo”.
DK: “¿En qué medida cambió su vida?”.
LT: “Así es como descubrí la esencia de la defensa personal. ¡Y sí, y sí, y sí! Los escenarios eran infinitos y me vi a mí mismo planeando cómo reducir la probabilidad de morir, si ocurría de nuevo”.
DK: “Lance, sé que usted comenzó a practicar en el campo de tiro, se matriculó en un gimnasio y practicó tácticas para cada escenario de robo que se le ocurría. ¿Cómo pudo seguir disparando, defendiéndose, con un proyectil en el cuello y con tres en el hombro?”.
LT: “No me había matado, y no me había quedado sin munición…”.
DK: “Me pregunto si todos los alumnos de defensa personal están tan preparados mentalmente”.
LT: “Si nos trasladamos mentalmente al punto inicial en que estoy enfrentándome a un delincuente armado, tengo que decidir si quiero ser una víctima a su merced o ejercer el derecho a la defensa personal y pelear; y pelear supone aceptar la posibilidad de matar o morir. Es una dura elección”.
DK: “Ciertamente, ¿no siente remordimiento por las personas que mató?”.
LT: “Remordimiento y culpa, si lo buscas en el diccionario, son sinónimos de error. Yo no creo que errara”.
Actitud y aptitud, esas parece que fueron las claves para que el Lance Thomas saliera vivo de tantos tiroteos. En el vídeo de la entrevista, además de verse la impresionante panoplia de este señor, vemos cómo practica en la galería. No hay duda, amigos lectores, tenemos muchas cosas que aprender de él.