“Pitiklín, pitiklín”. Suena el teléfono y lo descuelgo: “Hola, Ernesto. Buenas tardes. ¿Qué tal estás? Me acabo de levantar. Te llamo para ampliarte lo que te comenté hace un rato por Whatsapp. Anoche pillé 45 gramos de cocaína, pero no pude detener al menda que los llevaba. Por suerte lo tenemos plenamente identificado, se trata del sobrino de un veterano de mi plantilla. Pero lo que realmente quiero contarte es cómo se desarrolló parte de la intervención”.
“Verás, el fulano echó a correr cuando estábamos identificándolo. Iban 3 pavos y cuando ya estábamos a punto de cachear a este… se dio por patas el muy cabrón. Éramos 4 en el vehículo, emprendiendo la persecución a pie 2 de nosotros, mientras los demás permanecían con el resto de sospechosos. Eran guarros más que conocidos y habituales, y sabíamos que llevarían algo de coca y de hachís.
La cosa es que nos pegamos una carrerita de casi 400 metros, yendo yo siempre más cerca del choro que mi compañero, que iba unos 20 metros por detrás de mí. Me abrí mucho en todas las esquinas, llevando todo el tiempo la defensa (porra) en la mano. Pero en una de ellas, digamos que en la última que tomamos, el hijoputa me estaba esperando con una navaja abierta.
Creo que no me pinchó gracias a la forma de afrontar los cruces: muy abierto y por supuesto no por la acera. Tan pronto vi la hoja de la navaja, que tampoco es que fuese excesivamente grande, porque calculo que tendría entre 10 y 12 centímetros, dejé caer la porra y saqué la pistola dando un respingo hacia atrás. Lo encañoné a una mano, mientras que con la otra extraía del cinturón la linterna.
Como si estuviese poseso, me puse a pegarle gritos que tal vez ni yo mismo hubiese entendido. Venía a decirle, muy repetidamente, que soltara la navaja. Fue todo muy rápido, pero nada más terminar y ponerme a pensar en ello… todo me parecía haberlo vivido a cámara lenta. Tengo grabada en mi retina la cara de palidez del guarro. Parecía como si el careto se le hubiese descolgado, aunque también habría que haber visto mi rostro… Sin duda, no esperaba verse delante de una pistola.
Pero nada, Ernesto, no soltó la navaja, sino que inició una nueva pateada. Pese a que seguimos detrás de él, lo perdimos de vista a los pocos segundos. Mi ánimo, seguramente, ya no estaba para más sobresaltos. Por cierto, mi sudor olía diferente y repugnantemente.
Recuperamos la bolsa con el polvo, pero tengo que reconocer que fue mi binomio el que la encontró. Yo solo tenía ojos para la navaja, que aunque ya no estaba ante mí… seguía en mi pensamiento.
Más tarde, cuando regresamos al punto de partida, donde todavía estaban los demás puercos y el resto de policías, mi compañero me dijo que seguía flipando con el modo en que me había abierto en las esquinas, asegurando que a él, de haberle pillado en cabeza de la persecución, le hubiese metido alguna ‘mojá’. Pero sabes qué, Ernesto, que por fin los compañeros admiten la ventaja que supone portar el arma preparada con un cartucho en la recámara.
Entre ellos, que siempre llevan la recámara vacía, además del seguro manual activado, empezaron a debatir sobre cómo hubieran manipulado la corredera si en la otra mano hubiesen llevado la linterna, la defensa, o el radiotransmisor. Jamás se habían planteado cómo efectuar una sencilla transición de emergencia, o si sus fundas eran las más adecuadas.
Pero aun así y todo, 2 pagas muertas de esos que se sacaron la plaza pensando en vivir del cuento, aparecieron por allí y se mofaron de nosotros porque: ‘A quién se le ocurre salir detrás de un tío, y encima por la noche’. Fíjate, Ernesto, uno de estos asquerosos es mando y jefe de turno, además borracho y baboso, habiendo sido siempre igual de miserable, incompetente y mugroso”.
Tras pronunciarme varias veces al hilo de lo que estaba oyéndole a mi interlocutor, lo felicité, lo insté a seguir en la misma línea… y colgué.