Esta escena podría ser exhibida en programas de imágenes de impacto o incluso en secciones de humor, pero me voy a quedar con la parte trágica. Un joyero es agredido mediante el uso de un espray lacrimógeno por quienes hasta ese momento parecían ser dos clientes. Creyendo los delincuentes que su víctima ya se encuentra incapacitada por los efectos del amplio y directo rociado en el rostro del producto irritante, uno de ellos, utilizando un objeto contundente, trata de fracturar sin éxito el cristal que cubre el mostrador. Pero sorpresa, el vendedor, que durante tres segundos desaparece del campo de grabación del circuito cerrado de televisión, reaparece empuñando un arma corta que además hace sonar varias veces. Ambos atracadores inician despavoridamente la huida, pero surge otra sorpresa: la puerta del establecimiento se encuentra cerrada y quedan atrapados, a la par que encañonados y tiroteados.
Se ve y se oye cómo el tendero conmina a sus antagonistas, ordenándoles que se tiren al suelo. Mientras sí y mientras no… dispara varias veces sin aparentemente alcanzar a ninguno. La situación podría considerarse controlada y asegurada por el joyero, quien a golpe de teléfono, o de pulsión de la alarma (tal vez lo hizo), debió recabar presencia policial urgente sin modificar su clara situación espacial de ventaja. Pero a veces los nervios, el coraje, la ira, los cojones e incluso el descontrol emocional propio de ciertos momentos hace que las personas desertemos temporalmente de la coherencia, del sentido común y hasta de una posición superior de seguridad, para arriesgarla gratuita y peligrosamente.
En este caso no me atrevo a decir qué hizo que la víctima del robo saliera de detrás de la barricada en vez de esperar tras ella, pistola en mano, a la llegada de la Policía; pero tiendo a pensar que más que un gran deterioro del control cognitivo lo que sufrió este hombre fue, en ese instante, un arranque de “¡por mis huevos que os reviento, hijos de la gran puta!”. Un chute de ira que circunstancial y biológicamente se mezcló con una intensa descarga de adrenalina. Un arrebato que si lo pensamos bien pudo resultar fatal, porque con relativa facilidad podría haber sido desarmado por los dos contrarios.
Es más, no solo se adelanta traspasando el mostrador, sino que se aproxima tanto a ellos que agrede a uno con la empuñadura de su arma, golpeándole la cabeza. Es ahí, en ese justo momento, cuando se dio un hecho que también pudo tornarse en su contra: se produjo un disparo no deseado, una descarga involuntaria, un “¡señoría, yo no quería, pero se me escapó un tiro!” (minuto 1:06 de la filmación). El dedito dentro del arco guardamonte, el arma dispuesta en simple acción y el estrés por miedo son los tres ingredientes fundamentales, una vez maridados, para que accidentalmente le peguemos un tiro a alguien o nos lo peguemos a nosotros mismos. Hoy no voy a entrar en cuestiones formativas.
Esto sucedió en Phoenix (Arizona, Estados Unidos), pero en España también hemos vivido casos similares, como el que se produjo el 16 de febrero de 2013, en Madrid, cuando un joyero disparó varias veces a corta distancia contra dos atracadores. Los delincuentes llevaban consigo armas blancas, además de otras de menor lesividad (gas lacrimógeno y aparatos de descarga eléctrica). Ambos asaltantes acabaron recibiendo varios disparos, resultado uno de ellos herido de mayor gravedad que el otro. En cualquier caso, los dos abandonaron la tienda por sus propios pies.
Quien sufriera las heridas menos importantes las presentaba en el vientre y en un antebrazo, y el otro en el tórax y en una pierna. Según información oficial vertida por los servicios médicos de urgencia que atendieron al herido más grave, el impacto que interesó a la extremidad inferior era de extrema gravedad, por situarse en la ingle y haber afectado directamente a la arteria femoral. Apostillando, posteriormente, que el tiro que alcanzó el pecho no revestía tanto riesgo, al no haber tocado órganos de importancia.
Ahora toca pensar.