Llevo lustros diciendo que hay muchos pistoleros de serpentina, que cualquiera es capaz de apretar el gatillo con la lengua, de boquilla. Pero a la hora de la verdad, ahí fuera, no todo es tan idílico como una conversación de bar, codo hincado en la barra y botellín de cerveza en alto. Los hechos lo acreditan pertinazmente, y por tal motivo lo sigo diciendo tan convencido como cuando empecé a manifestarlo décadas atrás. Pensaba igual incluso cuando algunos opinaban que yo no fallaría si alguna vez me veía en la tesitura de tener que sacar el arma y abrir fuego contra otro mono bípedo. Es posible que alguien todavía recuerde haberme oído decir que lo que hacía delante de la silueta no me garantizaba una respuesta rápida, justa y eficaz en un callejón oscuro, delante de uno, de dos o de tres cabrones con ganas de pincharme. Seguramente siempre he sido demasiado bocazas, bastante presumido, muy gilipollas, y a veces, según ante quien me encontrara, hasta algo prepotente. ¡Ah! Tampoco me ha solido faltar sinceridad suelta en los bolsillos, dicho sea de paso. Hoy, con cuarentaiséis tacos, sigo siendo igual en casi todo.
Pero pese a reconocer públicamente que soy un lenguaraz pecador, nunca oculté ante nadie mi temor a no poder (o saber) responder a tiempo y bien en una confrontación a vida o muerte. Ya ven, mientras que los que entrenaban conmigo me creían capaz de matar sin pestañear, yo mismo expresaba mis dudas sobre si ni tan siquiera sería capaz de desenfundar. Mi amigo y subteniente preferido Manolo Contreras me dijo una vez: “Yo me conformaría con no cagarme encima. Si además de eso pudiera sacar la pistola, sería para aplaudirme. Si a eso sumara uno o dos tiros, lo celebraría. Pero si encima los metiera, sería para medalla”. Estas palabras retumbaron en mi cabeza durante años, conformándome, yo también, con no tener que pedir a gritos y con urgencia un rollo de papel higiénico. Significar que Manolo no es un buen tirador, sino lo siguiente a excelente.
Y así, con el trascurrir de los años, unas cuantas veces tuve que desenfundar y hasta encañonar a personas sospechosas de ejercer actividades delictivas y peligrosas, unas más malas que otras, pero la mayoría muy hijas de puta. Disparos intimidatorios también efectué alguna que otra vez, unas veces más justificadamente que otras, la verdad sea dicha. Pero de ahí a agujerear cuerpos humanos va un trecho muy largo. Larguísimo. El inexorable tiempo siguió corriendo mientras continuaban diciéndome que yo sí, que yo tiraría contra los malos sin pensarlo y sin fallar. Qué barbaridad, Dios mío. Menos mal que jamás me lo creí. Menos mal que, pese a ser un majareta que había consumido muchos miles de cartuchos con toda clase de armas, cortas principalmente, siempre admití mis dudas sobre tales cuestiones.
Miles y miles de balas disparadas. Miles y miles de boquetes hechos a cientos y cientos de siluetas de todo tipo. Miles y miles de desenfundes y enfundes. Miles y miles de cambios de cargadores. Y miles y miles de ejercicios de tiro en seco. Pero aun así, fíjense, miles y miles de dudas sobre si de verdad sería capaz de apretar el disparador contra un semejante de carne y hueso. Qué fácil resultaba (y resulta) para algunos decir lo que ellos harían, y qué complicado resultaba para mí darme una respuesta franca, íntima y mental sobre lo mismo. Qué fácil se ve todo desde la barra del bar, desde el sofá. Qué sencillo resulta solventar la situación cuando el blanco es de papel, cuando no se mueve, cuando no escupe, cuando no suda, cuando no sangra y, sobre todo, cuando no mata. Pero a la vez, qué difícil es ser honrado, más todavía, por lo que he comprobado, cuando no se posee el bagaje de miles y miles de parcheos y de miles y miles de idas y venidas al campo de tiro. Ya que estamos, déjenme decirles que lo más importante no es la cantidad de munición gastada, que también, sino cómo se gasta, con qué filosofía se entrena y cuánta concienciación y mentalización se interioriza.
Más miradas al pasado. Me quedé de piedra la tarde que un compañero con fama de bravo y aguerrido, fama… solo fama, físicamente muy fuerte él, me dijo que necesitaba entrenar conmigo. Pidió ir de mi mano a la galería de tiro, pero me lo pidió en secreto, en voz baja, para que nadie se enterara. La razón de mi sorpresa partía de lo que hasta ese día le había oído cacarear cada vez que coincidíamos en alguna intervención o tomando el café de madrugada en la gasolinera de toda la vida: “A mí se me acerca un tío con un cuchillo y lo mato; lo reviento a taponazos, vamos. Es que ni me lo pienso”. Se jactaba de que era capaz de meterle cuatro tiros al malo antes de que éste terminase de abrir la navaja. Un matasiete, vamos. Una máquina. Un superhéroe de Hollywood. El guapito de la película. Un fenómeno. Pero yo, naturalmente, le abrí mi campo de entrenamiento y le regalé cuatro horas de mi tiempo libre, dándole instrucción extra a la que se suponía que él ya poseía, que por lo que contaba era la hostia. Joder, ahora que lo pienso, debí ser yo quien le rogará adiestramiento a él. Aprovecho para decir que a muy poca gente le he negado mi tiempo y mis blancos.
Así las cosas, allí nos vimos con cincuenta cartuchos de mi peculio. A ver cómo resumo esto, que por mis mulas que no sé cómo sintetizar lo que allí ocurrió. Podría decir que el león no era tan fiero como él solito se pintaba. Podría decir que era un buen tirador al que le faltaba soltura en el manejo del arma, que es cosa muy frecuente. Podría decir que era un mal tirador, pero muy seguro en el manejo y conocimiento de la pistola, cosa también habitual. Podría decir hasta que era pésimo tirando y muy torpe manipulando el arma. Pero lo cierto es que nada de esto podría decir si lo que pretendo contar es la verdad. Bueno, en fin, la cosa es que este hombre que con la lengua mataba de tres en tres sin arrugarse, no sabía usar la pistola con la que llevaba varios años patrullado las calles o más bien pavoneándose por ellas, porque nunca le conocí servicio mínimamente destacado.
En efecto, el muchacho a duras penas era capaz de empuñar y disparar a dos manos sin que la corredera le pellizcara algún punto de la mano de apoyo. ¡No sabía empuñar! Igualmente ignoraba que su pistola disponía de un eficaz sistema de desamartillado automático. Ni qué decir tiene que simple y doble acción eran, para él, desconocidos vocablos. O sea, que de tiro, armas y enfrentamientos sabía lo mismo que Tobías Hessen, el abuelo de Heidi. No son flores, pero con no demasiado esfuerzo conseguí que desde tres, cinto y siete metros entrasen todos sus disparos en el blanco, si bien no logré que tirara con, por lo menos, un ojo abierto. Cerraba la cara entera, con ganas de irse de allí volando. Le daba miedo apretar el gatillo y se estremecía con cada detonación. Resulta vergonzosamente curioso que quien solo consumía miles y miles de repeticiones con las mancuernas, se atreviese a insinuar que era la versión ibérica de Wyatt Earp. El pudor, la lógica y el sentido común nos indican que el personaje debió abandonar su mentira sobre que era la pipa más rápida y mortífera a este lado del rio Cachón. Pero luego comprobarán que se limpió el culo con la verdad, con la lógica, con el pudor y con el sentido común.
Y si el susodicho se publicitaba como matador nato, qué lo trajo a mi línea de tiro, se preguntarán ustedes. ¿A que sí? Me lo contó: “Ernesto, el otro día me enfrenté a un tío en el garaje de mi urbanización, y aunque llevaba la pistola, porque acababa de terminar el servicio y esa mañana me la había llevado a casa, no fui capaz de sacarla cuando el menda, un yonqui, partió una litrona a la vez que me amenazaba con rajarme el cuello, cuando me acerqué a él y le pregunté quién era y qué hacía allí abajo”. La papeleta fue solventada por una pareja de compañeros motoristas que apareció providencialmente en la escena, gracias a la llamada telefónica que una vecina ya había girado al 112. Una cosa hay que reconocerle a mi excolega, se sinceró conmigo a pulmón abierto, recabando en ese acto mi ayuda para mejorar en el terreno pistoleril. Ojo, poquísimos se rebajan tanto.
No obstante, a mis oídos llegaron comentarios posteriores a aquella jornada de tiro: días después de gastar con los ojos cerrados aquel puñado de balas, sostuvo en presencia de otros funcionarios que él hubiese matado, en un plis-plas, a quien según los noticieros del momento había encañonado a dos guardiaciviles en un control de tráfico. Qué osadía, Señor. Qué fanfarrón. Cuánta miseria llevamos algunos dentro, unos más que otros.
Desconozco si alguna vez se ha vuelto a ver en circunstancias que aconsejaran conminar con el fusco. Pero lo que sí sé es que sigue cargando tela de discos en las barras del gimnasio, y me dicen que quemando poca pólvora. Yo seguí a lo mío, a mis tiros, a mis balas y a mis repeticiones en seco y en húmedo, hasta que quiso el diablo que una mala madrugada todos mis temores pusieran a prueba mis miles de todo eso. Según parece, lo hice: desenfundé, disparé y tuve la buena suerte de acertar el blanco, un malnacido que ya me estaba matando cuando in extremis pude hacer sonar mi bendita HK USP Compact. Los que practicaban cerca de mí lo veían muy fácil si la china le tocaba a un servidor. Empero no lo vi tan chupado cuando me tocó. Aunque todo hace indicar que los años invertidos en la línea de tiro me echaron una manita en tan violento, trascendental, desagradable, efímero y vital instante, lo cierto es que la diosa Fortuna me cubrió con su manto protector. ¿Será cierto entonces que cuanto más entrena uno más suerte tiene?
Ahora no sé si volvería a disparar contra quien de nuevo pretendiese mandarme a criar malvas. Mucho menos puedo saber si sería certero en caso de apretar el gatillo. De hecho, aquellos entrenamientos solo son ya historia de mi memoria, por lo que debo confiar en la experiencia. ¿Me serviría de algo, llegado el caso? Dicen que sí, que fijo que la jugada volvería a salirme bien o medio bien. Pero qué quieren que les diga, no tengo ni idea de qué podría pasar. Sin embargo, hay quien lo tiene muy claro, aunque a duras penas coloque cuatro tiros en el blanco, de higos a brevas, disfrutando de muchos segundos de ilusión para apuntar con calma y vacilando como Danny Glover (sargento Murtaugh) en “Arma Letal”.
A veces no sé si es cosa de la elevada autoestima que derrochan algunos, de la enorme percepción personal que tienen de sí mismos; o si es que no hay más ciego que el que no quiere ver. En definitiva, que el que no se consuela es porque no quiere.